La isla desierta es la materia
de eso tan inmemorial y profundo.
Gilles Deleuze
En un tiempo donde viajar se mide en horas y no en días, donde ningún lugar es vetado a hombre alguno por inaccesible, la posibilidad del descubrimiento se limita, en exclusiva, a lo que se contiene dentro de la infinita mirada de aquello que se sitúa en otro tiempo. A través de las historias, del pasado o del futuro, podemos viajar a otros mundos y otros planetas, conocer seres y entes desconocidos por todos, sentirnos descubriendo todo aquello que algún día alguien tuvo que descubrir antes de que fuera público; hubo un tiempo donde sólo podíamos conocer otros lugares después de días o semanas de viajes, hoy sólo nos hace falta coger un avión o enchufar nuestro ordenador para dar por sabido todo lo que se puede conocer sobre un lugar. Salvo la experiencia de habitarlo.
Si deseamos ser juntos, existen algunos lugares que aún hoy nos son inaccesibles: islas remotas, desconocidas en su mayor parte, que por sus condiciones materiales resulta imposible o inviable abordar como campamentos permanentes del interés humano. Demasiado costo económico o humano para lo que de allí se puede obtener. Lo fascinante del libro de Judith Schalansky no es ya que nos conduzca a través de cincuenta islas de las cuales, al menos en su mayor parte, jamás habíamos oído hablar, sino que articula a través de ellas una narración sobre la fascinación y las cualidades de la humanidad que trascienden la mera curiosidad geográfica. No es una novela, pero se puede leer como una historia secreta del mundo narrada a través de fragmentos novelescos. Cada isla se nos presenta como un instante a través del cual es posible mirar más allá de su superficie, vislumbrar los triunfos y las miserias de la historia —no necesariamente humana, también la de animales y accidentes geográficos: los cangrejos y los corales, los mares y las montañas, son también agentes históricos determinantes para la vida de las islas — , a través de los ojos de entidades inmateriales que rezuman vida incluso cuando son yermos donde lo único que puede nacer es la misma muerte.
Ninguna isla tiene nada que ver con la anterior, ninguna ha sido visitada por Schalansky, y por ello resulta fascinante la cohesión que existe entre todas ellas. Cada visita exige paladear lo que leemos, fijarse en los accidentes y lineas de los mapas que lo acompañaban, pararnos en cada minúsculo dato geográfico o temporal que de sentido al conjunto de la historia; de ese modo, encontramos sincronías, rarezas, casualidades. Encontrar algo propio en la isla, algo que podamos considerar como nuestro, es parte del juego. No todas las islas son interesantes ni todas las islas interesan a todas las personas, porque eso es parte del juego: como si cada isla fuera una excusa, cada vez que pasamos la página nos encontramos con un nuevo mundo que debe ser explorado con el mismo mimo y espíritu aventurero que el anterior. A veces es una decepción, a veces es mágico.
El libro nos exige, a cada momento, que paremos y tomemos aire; debemos leerlo a pequeños sorbos, aceptar que la aventura, el descubrimiento, es algo que debe ocurrir de forma natural. No podemos forzarnos a fascinarnos. Cada isla tiene su tiempo particular y, por eso, debemos aceptar que, a diferencia de otros libros o experiencias, éste nos debe acompañar durante largas temporadas: no tendría sentido leerlo del tirón, porque mataríamos la magia del descubrimiento.
«Descubrimiento» es también el concepto que define la necesidad humana contenida en la aventura. La investigación de Schalansky, que suponemos lenta y metódica como es toda investigación literaria —porque las islas son literatura de roca y agua, de volcanes y corales — , nos obliga a asumir la misma lentitud que ella ha requerido para poder recopilar toda la información, todas las leyendas, todos los instantes de lucidez y literatura. Incluso cuando es una exigencia que nos excede. Lo natural es que, al sumergirnos, queramos seguir avanzando de una isla a otra de forma atropellada sin poder esperar más de unos segundos antes de emprender una nueva aventura, pero eso es un error. Es el error de nuestro tiempo: quemar la experiencia en la inmediatez.
Si nada nos es lejano, si todo lo que deseamos lo podemos tener a un golpe de clic, desvalorizar todo aquello que exige tiempo y esfuerzo es un acto natural; explorar islas a las cuales nunca iremos, que además es imposible que pudiéramos ir incluso si quisiéramos, implica un esfuerzo equivalente al que exige el acto poético: necesitamos pararnos en su superficie, escavar profundo, dejarnos envolver y atravesar por su hálito vital único. A veces necesitamos tomarnos las cosas con calma, sin urgencia, para entender su auténtico valor en nuestro corazón. Por esa razón Atlas de islas remotas nos impone esa sensación de haber siempre más información de la que podemos asimilar de un simple vistazo, haciendo una lectura superficial, acercando sus entrañas a las formas propias de la poesía. Tenemos tanta información, tanto por procesar, que es imposible ir quemando etapas a gran velocidad, saltando de una isla a otra, sin considerar que nos estamos perdiendo algo por el camino. Debemos calmarnos, respirar hondo, y explorar con fascinación cada rincón, paladeando cada nueva experiencia, no precipitándonos para avanzar, para llegar al final.
En un tiempo donde la fascinación se mide por la cantidad de cosas nuevas que se puedan agotar en cada bocado, encontrar una experiencia que nos obliga a pensar de forma lenta es como encontrar un oasis en mitad del desierto: habrá quien quiera creer que es un espejismo lo único que en ese preciso instante es su salvación. No es que ya no exista la posibilidad de aventura, sino que hemos perdido la capacidad de disfrutarla. Vivimos en constante aceleración, siempre buscando nuevas experiencias, pero no somos capaces de apreciarlas. Cuando algo ya no es novedoso, cuando no nos fascina ya en todos sus aspectos, lo abandonamos corriendo esperando encontrar que supla esa ausencia de novedad escudándonos en un aburrimiento que no es tal, sino parte inherente del descubrimiento de la aventura, de la vida, de la existencia.
¿Qué es Atlas de las islas remotas? No sólo un atlas, no sólo un libro. Es la confirmación de que la aventura es algo que debemos vivir con calma, que todo cuanto ocurre en nuestras vidas deberíamos disfrutarlo y estrujarlo hasta poder agotar su última gota, porque incluso las islas remotas son cincuenta y, quedándonos entonces solos y sin aventura, se agotan.