Es común que entre ideologías contrapuestas haya una serie de puntos críticos en común que les hagan ser un basto reflejo mutuo. No es tanto que los extremos se toquen, como diría la sabiduría popular, como la dificultad inherente para aprehender qué tenemos en común con aquellos que nos jactamos, con vehemencia y voz en grito, de no tener nada en común; al no reconocer al otro un estatus siquiera de igualdad, es lógico que nos creamos imposibilitados a compartir nada con él. Ningún comunista reconoce a un nacionalsocialista la condición de individuo; ningún nacionalsocialista reconoce a un comunista la condición de individuo: hay una filtración del pensamiento hacia los límites de lo ideológico. Lo real se indistingue con lo ideológico. Es por eso que confundir ambos niveles como si fueran uno sólo, como si nuestra idea de mundo reflejara lo que el mundo es en sí mismo, nos lleva hacia la percepción errónea no sólo de aquel que tenemos delante, que es percibido como un otro, sino también de nosotros mismos. Si no podemos percibir de forma nítida aquello que son los demás, mucho menos podremos saber que somos nosotros de su reflejo.
Álex de la Iglesia, un gran retratista de los otros, consigue con Las brujas de Zugarramurdi un movimiento que se da en dos niveles sólo en apariencia diferentes, el filosófico y el social, para confrontar el dualismo biológico básico, el de género, desde una perspectiva crítica. En la película lo filosófico se entreteje en lo social —como no podría ser de otra forma, ¿qué utilidad tendría una filosofía que se desentiende de la realidad cotidiana del ser humano?— encadenándose al humor para dinamitar el dualismo más antiguo conocido por la humanidad, aquel que trae de cabeza a ambos géneros: ¿por qué no podemos vivir ni con ellas/ellos ni sin ellas/ellos?