Los mitos existen para reinventarse. En tanto nacen con la tradición oral, con el momento en que la memoria y el capricho de quienes transmiten las historias tenían más peso que la fidelidad absoluta hacia el original, todo texto que pretenda explotar su carácter mítico debe ser capaz de reinterpretar aquello que más le convenga de la tradición; carece de sentido practicar una mitología ya establecida, porque es una mitología ya muerta. Eso no excluye para que la reinvención, la mezcla y el matiz sean la esencia del mito —en Roma existía el templo al dios desconocido no por capricho: los dioses nacen y mueren, también viajan con sus creyentes, y resultaría estúpido cerrarse a las posibilidades que nuevas divinidades aportan — , la razón por la cual consiguen sobrevivir a través del tiempo. Existen condiciones que nunca cambian, lo que van variando son las interpretaciones y los mitos que emanan de ellas.
Si hablamos de los mitos de Cthulhu, la mitología de los primigenios cuyo origen se encontraría en H.P. Lovecraft, se nos hace evidente lo que ocurre cuando se busca ser literalista con las fuentes de las que disponemos: cuando los escritores se han alejado del canon, dejando respirar las obras originales ampliando su radio de acción —bien sea llevando los mitos hacia otros géneros, creando mitos nuevos afines o explotando los puntos ciegos que no habían explorado — , éste ha crecido y se ha hecho más fuerte; cuando los escritores se han apegado al canon como a una escritura sagrada, convirtiéndose en malos imitadores de los originales, éste ha ido muriendo lenta e inexorablemente fuera de su círculo de puristas. Cuando el mito no puede evolucionar se convierte en un objeto de museo. Si queremos que Lovecraft viva a través de su creación no debemos ser cultistas, sino rapsodas. No debemos ser protectores de las esencias, sino interpretes de las lecturas.