Contar historias es un rasgo de humanidad. Nos contamos historias antes de dormir, cuando estamos delante del fuego o de unas cervezas, cuando tenemos miedo y queremos racionalizar lo que está ocurriendo; cuando nos juntamos con otras personas, cuando tenemos que comunicarnos con aquellos que nos son ajenos —lo cual nos incluye a nosotros mismos cuando no comprendemos algo, cuando el mundo nos resulta un lugar desconocido — , tendemos a acércanos a ellas contándonos historias. Eso nos hace sentirnos más próximos a los otros. Entonces es lógico que sintamos una afinidad especial por aquellos que han hecho de contar historias su modo de vida, ya que esperamos de ellos que sean capaces de llevarnos más allá de lo que puede hacerlo el común de los mortales. El narrador es una figura divina no sólo por tener la capacidad de crear mundos, sino por ser capaz de arrojar luz sobre el nuestro; podemos contarnos historias increíbles los unos a los otros, pero sabemos que el profesional, el cuentacuentos, es capaz de hacernos comprender algo que hasta entonces nos era desconocido.
No es difícil comprobar que, incluso más que cineasta, M. Night Shyamalan es un cuentacuentos. Un mitólogo, un rapsoda, un poeta —aunque no en el sentido moderno de la palabra — . Todo cuanto hace es narrarnos una historia envuelta en finos ropajes, vistiéndola con elegancia y presentándonosla en todo detalle, para después ir desnudándola lentamente para sorprendernos con cada nuevo giro de su desvestir; es como si hiciera una muñeca que nunca pudiera desnudarse del todo, como si detrás de cada capa de ropa hubiera otra todavía más sofisticada, extraña o desconcertante. El problema es que no siempre funciona. En ocasiones, en su afán de sorprendernos, o bien cae en el ridículo o bien atenta contra la misma esencia de la obra; a veces le obsesiona más sorprender, hacer que la gente observen maravillados, que el hecho de intentar transmitir algo con sus historias. Es un riesgo inherente a la narrativa. Y si bien ha habido ocasiones en que Shyalaman no ha sabido coger el pulso de sus propias historias, este no es el caso de Lady in the Water.