En el terror siempre existe un doble movimiento que le da origen: el saber que algo no va bien, pero no tener la seguridad de qué es exactamente. Sin lo segundo lo primero no tiene razón de ser. Para sentir miedo necesitamos saber que algo está mal, que nuestra existencia o nuestras expectativas vitales han sido puestas en entredicho, pero no debemos saber exactamente cómo; cuando sabemos su razón de ser desaparece el miedo, al menos potencialmente: podemos racionalizar lo ocurrido, trazar un plan de acción y actuar en consonancia. El terror es la incógnita de saber cómo ocurrirá nuestra perdición, teniendo la certeza de que está acechándonos. De ahí que el temor a la muerte sea un miedo universal, que nos alcanza a todos; no es que todo miedo se reduzca al miedo de morir —ya que un ente inmortal es, potencialmente, también capaz de sentir miedo — , pero en tanto todos tenemos la certeza de que en algún momento moriremos, tememos a la muerte: sabemos que la muerte nos acecha, pero no podemos atestiguar ni cuándo ni cómo. Tener la certeza de que algo va mal sin saber como actuar para remediarlo, la consciencia limitada de la situación, es la auténtica fuente de todo terror.
Ese doble movimiento es lo problemático. Muchos escritores caen en la trampa conceptual del doble movimiento, tratándolo como dos gestos separados cuando son un mismo gesto con dos facetas; no es que haya un desconocimiento que se resuelve en el clímax, sino que existe una imposibilidad misma de resolver el misterio. Eso va contra un principio esencial de la narrativa, contra el conflicto: en el terror no puede haber resolución del conflicto, salvo que queramos diluir la atmósfera en el proceso. Ese es el problema del grueso de historias de terror, que o bien hacen que sea imposible siquiera imaginar la razón de lo ocurrido —anulando todo posible terror, ya que lo hace ininteligible— o bien cierran el asunto con una explicación que induce a la catarsis.
Edogawa Ranpo elude el problema asumiendo como propio el doble movimiento, haciendo que la catarsis sólo sea el principio mismo a partir del cuál funciona el terror. Todo descubrimiento en su obra sólo arroja más sombras sobre lo que ya sabemos. En La silla humana nos narra la historia de Yoshiko, una joven escritora con bastante repercusión mediática, casada con un alto mandatario del gobierno, que, un día cualquiera, recibe una extraña carta por parte de un hombre desconocido. En ella le será narrada en primera persona la historia de un artesano tan feo que nunca ha podido tener contacto con ningún otro ser humano, lo cual le hizo dedicarse a la confección de sillas; tan bueno llegó a ser en el oficio que acabó enamorándose de su obra maestra, a la cual pudo dedicarle todos sus esfuerzos: decidió vacilar, rehacerla y mudarse a vivir dentro de ella. Salvo que no fue exactamente así. Ya que fue encargada por un lujoso hotel al estilo occidental decidió que podría aprovechar las circunstancias para robar sin ser descubierto, hasta que el amor volvió a él; dentro de la silla podía sentir la piel, el peso y el aroma de todos cuantos se sentaban sobre él, sintiendo el íntimo conato del mundo por primera vez. Los demás no lo sabían, pero estaban piel con piel con un completo desconocido.
Hasta aquí, nada fuera de lo esperado. Ahora bien, cualquier escritor sabe que limitar la información es condición necesaria para crear una atmósfera, permitir la posibilidad de que el tono que deseamos impregnar en la historia se infiltre en ella. No son sólo los acontecimientos o las consecuencias de los mismos, es cómo se despliegan. Ranpo conoce ese principio, por eso la historia continúa; el hombre-silla descubre su amor por los cuerpos, su forma, su olor, su tacto, pero no desea sólo el contacto con occidentales, desea más que nada el cuerpo de una mujer japonesa. Alguien semejante a él. De ahí que cuando el hotel pasa a gerencia japonesa y deciden deshacerse de todos los gastos superfluos, silla incluida, decide quedarse en su interior esperando recaer en manos de un dueño japonés. Cosa que ocurre. Ocurre con tanta fortuna que lo utiliza de forma predominante la joven esposa de un importante hombre del gobierno, una mujer que se pasa la mayor parte del día escribiendo, a la cual el hombre-silla ha aprendido a amar; de ahí que se arrogue el propósito de hacerla sentir lo más a gusto posible cuando se siente sobre él, ya que cree que si ella se enamora de la silla de lo cómoda y perfecta que es, por extensión, se enamorara de aquel que habita en ella.
Quien crea que vislumbra el terror a partir de aquí sólo acertaría a medias. La magia de Ranpo no está ni en sus extravagancias o en lo sorprendente de sus historias, tan terroríficas como progresistas incluso para los cánones de nuestro tiempo, sino porque nunca sabemos por donde decidirá cambiar el rumbo, incluso si ha ido dejando caer pistas. Lo impactante de La silla humana se decide tanto en sus giros como en su subtexto. El tapicero ama la silla, a partir de la silla aprende a amar al mundo, a través de la silla ama al mundo e intenta hacer que Yoshiko se enamore de ella, ya que dado su amor él es uno con la silla, aquel que será la silla para Yoshiko. Ahí radica el terror. Ella ha dado forma con su cuerpo a esa butaca tan enorme como excesiva, ha compartido un amor enfermizo del que ni siquiera es consciente.
Ahora bien, ¿no hemos dicho que el terror siempre es un doble movimiento? Es saber que algo va mal, pero no saber exactamente el qué. Aquí sabemos qué es exactamente lo que está mal: el sillón es una persona. De ahí que, en un golpe maestro, Ranpo decida traernos la inquietud no a través de una doncella, sino de la carta que ella nos trae. En ella nos explica, a Yoshiko, al lector, que la carta que hemos leído anteriormente no era más que una historia de ficción, que el autor no intentaba sino probar su calidad como escritor al intentar hacerlo pasar por una historia real. Que quería probarnos su éxito a través de nuestra propia inquietud. Ahí radica el auténtico terror subyacente: el relato se llama «La silla humana», el autor puede ser o no ser Ranpo, puede estar o no oculto en la silla, en realidad no sabemos nada. El conocimiento ya no nos proporciona ninguna seguridad, sólo más dudas.
Yoshiko podría abrir la silla, descubrir que alguien ha estado viviendo allí o que sólo era ficción, pero su inquietud no se perdería por ello; ¿cómo sabía el remitente que aquella silla había sido adquirida recientemente, donde se situaba y que sólo solía usarla ella a lo largo de todo el día? Aunque es cierto que no es difícil de inferir, la duda de cómo él sabe todo eso no desaparece. Incluso si la historia es falsa, el amor es verdadero: quien escribe las cartas, cuyo nombre nunca llegamos a saber, conoce a Yoshiko más de lo que es razonable pensar que nadie pueda saber. Salvo que el remitente se llame Ranpo.
Catarsis envenenada, entonces. Cuanto más sabemos más implicados estamos en el terror, porque sólo nos hace avanzar varios pasos más dentro de la oscuridad; sabemos más, somos más conscientes, pero eso sólo nos hace más vulnerables. ¿Alguien ha vivido dentro de la silla o sólo es que Yoshiko tiene alguien espiándola? En cualquiera de los casos, el resultado es intimidante. Podríamos achacarlo a la casualidad, a la inferencia lógica, al chismorreo de las doncellas, pero, ¿podemos estar seguros de que es sólo ficción, que Yoshiko no está siendo vigilada? No, no podemos: nosotros mismos estamos espiándola a través de la tinta impresa de un papel en blanco, de algo similar a las cartas que le envían. Ese es el poder de la auténtica catarsis, hacer del conocimiento de lo ocurrido una intromisión todavía más profunda en lo desconocido.
Me gustó mucho lo que he leído,hay pocos escritos sobre literatura japonesa en español