Contar historias es un rasgo de humanidad. Nos contamos historias antes de dormir, cuando estamos delante del fuego o de unas cervezas, cuando tenemos miedo y queremos racionalizar lo que está ocurriendo; cuando nos juntamos con otras personas, cuando tenemos que comunicarnos con aquellos que nos son ajenos —lo cual nos incluye a nosotros mismos cuando no comprendemos algo, cuando el mundo nos resulta un lugar desconocido — , tendemos a acércanos a ellas contándonos historias. Eso nos hace sentirnos más próximos a los otros. Entonces es lógico que sintamos una afinidad especial por aquellos que han hecho de contar historias su modo de vida, ya que esperamos de ellos que sean capaces de llevarnos más allá de lo que puede hacerlo el común de los mortales. El narrador es una figura divina no sólo por tener la capacidad de crear mundos, sino por ser capaz de arrojar luz sobre el nuestro; podemos contarnos historias increíbles los unos a los otros, pero sabemos que el profesional, el cuentacuentos, es capaz de hacernos comprender algo que hasta entonces nos era desconocido.
No es difícil comprobar que, incluso más que cineasta, M. Night Shyamalan es un cuentacuentos. Un mitólogo, un rapsoda, un poeta —aunque no en el sentido moderno de la palabra — . Todo cuanto hace es narrarnos una historia envuelta en finos ropajes, vistiéndola con elegancia y presentándonosla en todo detalle, para después ir desnudándola lentamente para sorprendernos con cada nuevo giro de su desvestir; es como si hiciera una muñeca que nunca pudiera desnudarse del todo, como si detrás de cada capa de ropa hubiera otra todavía más sofisticada, extraña o desconcertante. El problema es que no siempre funciona. En ocasiones, en su afán de sorprendernos, o bien cae en el ridículo o bien atenta contra la misma esencia de la obra; a veces le obsesiona más sorprender, hacer que la gente observen maravillados, que el hecho de intentar transmitir algo con sus historias. Es un riesgo inherente a la narrativa. Y si bien ha habido ocasiones en que Shyalaman no ha sabido coger el pulso de sus propias historias, este no es el caso de Lady in the Water.
¿Qué ocurre en Lady in the Water? Que el encargado de mantenimiento de un edificio de Filadelfia descubre una noche a una joven desconocida en la piscina comunitaria. Nadie la conoce, nadie sabe de dónde ha venido. Después de hacer sus pesquisas, descubre que es una narf, una ninfa, que ha dejado su mundo de cuento de hadas para recalar en el nuestro, para pasmo de los habitantes del edificio, que descubren que hay otros mundos comunicados con el nuestro. Ahí comienza la historia. No en las metareferencias o en la presentación de la vida cotidiana de los personajes, sino cuando el narrador, el encargado de mantenimiento del edificio, nos descubre la realidad: los cuentos de hadas, al menos uno de ellos, son verdad.
No debe extrañarnos que toda la película se sostenga sobre el concepto de contar historias. Desde el principio de los tiempos hemos narrado acontecimientos naturales como fascinantes confrontaciones entre dioses, espíritus o héroes, justificando todo aquello que no podíamos alcanzar a comprender, o incluso aquello que comprendíamos cuando descubrimos su poder para transmitir ideas, a través de narraciones que enmascaran la verdad a través de un disfraz más vistoso que las vestimentas de lo real. Existe un componente mágico en la narrativa. Todas aquellas historias que logran llegarnos hasta el corazón tienen un componente único en común, por más que no tengan ningún rasgo compartido: son mágicas, nos explican algo sobre el mundo o nosotros mismos —o lo que es lo mismo, de quienes habitan el mundo en primera persona— que va más allá de lo que dicen explicitamente del mismo. Tienen la cualidad de ser capaces de transmitir más conocimiento del que en apariencia contienen. Eso es lo que pretende transmitirnos la película
Ni las metareflexiones del crítico, sin sustancia ni reflexión real tras ella, ni la estética, que aunque personal puede resultar demasiado fría para lo que está tratando de narrarnos, son lo que hacen brillante a la película. En último término, pueden ser incluso un lastre. Su ingenuidad autoconsciente, sin embargo, resulta propia de cualquier cuento de hadas. Es un cuento descubriéndose a sí mismo, desentrañándose como tal, en el mismo proceso de hacerlo: sólo se deja llevar por las metáforas, los simbolismos, la interpretación de su forma; toda expectativa de lo que debe pasar, de qué género es o qué suele ocurrir en esta clase de películas, no tiene importancia alguna. Su belleza radica en seguir sólo sus propias reglas. De ahí la ridícula muerte del crítico, de sus reflexiones baratas, de que no tenga ninguna clase de importancia ni peso para la trama: es la fuerza destructora, la visión más perniciosa posible de lo que es un relato: una estructura dada de antemano. Y ningún buen relato ha sido nunca algo tan sencillo.
No es exagerado hablar de magia si hablamos sobre Lady in the Water. Lo es en tanto cuento de hadas, pero también en tanto reflexión autoconsciente sobre los mecanismos y los efectos de la narrativa en la realidad; no sólo entretener a las personas, sino también arrojar luz sobre sus motivaciones. Tan fácil, tan complejo. De ahí que su belleza emane de su capacidad de explicarse a sí misma y de lograr que nos conmovamos al mismo tiempo. Contar historias sirve para descubrir el mundo, incluso si ese mundo es descubrir que contar historias sirve para descubrir el mundo.