No existe ningún límite objetivo sobre aquello que puede ser dicho. Pueden defenderse las atrocidades más insultantes o hacer recuento de las barbaridades más salvajes sin por ello caer en la blasfemia, el horror o el rechazo de la sociedad; en términos discursivos, la diferencia entre lo que se puede decir y lo que se debe callar no es su cualidad ética, sino su cualidad estética. Incluso el comentario más brutal puede ser tolerable si se le engalana de las mejores ropas. Tal vez nos llevaría tiempo aceptarlo, puede que no comulgáramos ideológicamente con él, pero acabaríamos llamándolo poesía. Porque la cualidad de las palabras no radica sólo en su verdad o en lo bien que encajan con nuestras normas sociales, sino también, y principalmente, en su capacidad para evocar algo más allá de la mera transmisión de información. Porque en ese «más allá» se encuentra la propia efectividad de esa transmisión.
Eso no significa que, al estilo de la Alemania nacionalsocialista —el caso más ampuloso de espectacularización de la política en la contemporaneidad — , toda forma estética sirva para banalizar el mal. Todo lo contrario. Las cualidades éticas de una herramienta no dependen de lo que puede hacer, sino del uso que se le den. Del mismo modo que podemos utilizar un arma para cometer un crimen, también podemos usarla para defendernos o cazar. Y para entender mejor lo que queremos decir, hemos traído al maestro de la ambigüedad estética: David Bowie.