Algo tiene la tierra de Kentucky que quienes salen de ella, tienen una extraña conexión con la lucha de aquellos que nacieron muertos cara a los ojos de la historia. Desde Hunter S. Thompson hasta Austin P. Lunn, ambos de la ciudad de Louisville, no es difícil desentrañar en ellos la enfermiza obsesión que les conduce hacia el retrato de todo aquello que se establece en los márgenes; Kentucky se nos presenta a través de sus obras no tanto como un referente —ya que en el caso de Thompson, ni siquiera es una constante — , como un estado de ánimo: un estado de ánimo bluegrass.
Todo en ellos podría resumirse en la desgarrada lírica del sonido de los banjos al viento, las sencillas historias de tragedias cotidianas, el muro de sonido que, como brisa sutil, nos mantiene más separado de ellos de lo que jamás podríamos haber apreciado. Es la soledad del montañés consciente de su origen. He ahí que la belleza de todos ellos se defina también a través de lo abrupto de sus propuestas, de la hipotética sencillez con la que articulan unas formas que luego se nos presentan como imposibles de imitar: como montañeses, hacen parecer simple lo abrupto. Escriben y componen como escalarían las paredes de sus montañas, con la naturalidad de aquel que lleva toda una vida pisando las mismas piedras. También es por eso que no se reconoce en su justa medida el logro de sus desvelos, porque su técnica se ha vuelto sutil hasta el punto de tornarse invisible; sólo si uno es capaz de apreciar la bella armonía de la sencillez es capaz de apreciar el enojoso proceso de sistematización que hay detrás de cada uno de sus movimientos. Como el bluegrass, el hombre venido de Kentucky parece hecho a la medida de un mundo demasiado hostil para reconocer su gracia.
En este sentido no resulta complejo entender por qué los relatos de Shiloh, la recopilación de Bobbie Ann Mason que le valieron el Premio Hemingway, pasaron sin pena ni gloria por nuestra piel de toro: su sencillez sin aristas, su estilo que hace de la necesidad virtud, está en las antípodas del gran estilo. Pero también carece de la prosa límpida, sin recovecos, que fascina en los best sellers de mercadotecnia. No es Thompson, el cual imitó el pulso estilístico de un Fitzgerald también próximo al espíritu de la montaña, ni tampoco pretende serlo; la obra de Bobbie Ann Mason es aséptica, plegada al detalle, obsesionada con la enfermedad que infecta cada centímetro de la tierra, con la mirada siempre puesta en el fluir abrupto de las cataratas más que en los ríos que llevan hasta ellas. El único río que observa es las aguas bravas nacidas de las cataratas, los cuerpos muertos o mutilados después de la abrupta caída de un devenir que ha tornado violencia.
El habitante de Kentucky, de los relatos de la tierra, es un hombre herido en lo más profundo de su existencia. La enfermedad se ceba con sus habitantes, destruyendo todo lo que queda tras de sí, y la escritura de ésta enfermedad sólo puede ser una: quirúrgica. Mason parece obsesionada en cortar, separar y poner bajo el microscopio tejidos de esa carne putrefacta que adorna la tierra, esa corrupción bajo la cual crecen las gramíneas azules; ella pretende hacer buena la idea de que Kentucky, en amerindio, significa terreno de caza oscuro y sangriento: todo hombre es cazado aquí por la desesperanza, por los fantasmas que se conforman en forma del enemigo interior, corporal o mental, que acecha en cada instante del tiempo: las cataratas del devenir son lo único que le interesa, que respeta, que comprende. Por eso cada detalle pasa como un suspiro, como algo que sólo forma parte de un momento más hacia la obsesión en esa caída que se intuye en el ambiente. Sus relatos son la historia de una perdida, cuentos sobre las cicatrices de la tierra.
Sin embargo, no inspiran desesperanza. Su estilo es tan sobrio, abrupto y extraño, que parece arrojarnos hacia las rocas de la desilusión con la indiferencia con la cual una niñera arrulla al objeto de sus desvelos monetarios: es algo que debe hacer, algo que la conduce hacia sus auténticos fines. Es por eso que nunca termina de impactarnos a pesar de lo quirúrgico de su planteamiento, de su precisión, de su establecer claros límites; es el negativo de Thompson y Panopticon, un bluegrass arrebatado de toda articidad en favor de una visión científica, desapasionada, del mundo.
Donde en el artista medio de Kentucky, el hijo de su tradición, es un apasionado diletante que necesita llevarse hasta el extremo para vislumbrar las heridas de su tierra a través del arte como terrorismo, Mason se encierra en el depósito forense para hacerlo. Como dos caras de la misma moneda. El problema de esta visión sobria, distante, propia del laboratorio, es que acaba por eliminar toda posibilidad de leerlo como un ejercicio artístico: acaba siendo un ejercicio forense de narratividad, una forma objetiva perfecta de contarnos la historia de unos crímenes que se explican en su propia criminalidad. Crímenes que son como obras de arte, porque es necesario interpretarlos por sí mismos para comprender que es lo que ha ocurrido en ellos. Eso es lo fascinante, lo aterrador y lo soporífero de la obra de Mason, la antítesis del espíritu bluegrass de los héroes de Kentucky.
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