Del netouyo a la alt-right. ¿Por qué los nazis llevan avatares de anime en las redes sociales?

Este ar­tícu­lo se pu­bli­có ori­gi­nal­men­te el 17 de agos­to de 2017 en Canino Magazine. Por des­gra­cia, ha re­sul­ta­do ser mu­cho más pre­mo­ni­to­rio y acer­ta­do de lo que nun­ca hu­bie­ra de­sea­do, así que aho­ra, sie­te años des­pués, lo res­ca­to aquí, en mi blog, pa­ra que se pue­da se­guir ac­ce­dien­do a él en la for­ma más óp­ti­ma po­si­ble. Que es­te ejer­ci­cio de ar­chi­vís­ti­ca sir­va pa­ra re­cor­dar que ya lo vi­mos ve­nir. Y que aún es po­si­ble pen­sar en presente

Un breve recenso sobre la situación en la que nos encontramos

Vivimos, y a la ac­tua­li­dad más re­cien­te nos re­mi­ti­mos, un te­rro­rí­fi­co au­ge de po­lí­ti­cas de ex­tre­ma de­re­cha. Y por en­ci­ma de es­vás­ti­cas y cal­vas, hay una no­ta es­té­ti­ca co­mún en­tre los dis­tin­tos gru­pos de na­zis: los ava­ta­res de ani­me ¿Acaso el ota­ku es de de­re­chas por de­fi­ni­ción? Para con­tes­tar es­tas pre­gun­tas vo­la­mos ha­cia Japón y nos aden­tra­mos en su po­lí­ti­ca y su Internet. Y lo que en­con­tra­mos allí, es el ger­men, ha­ce diez años, de lo que hoy es­ta­mos vi­vien­do en occidente.

Japón siem­pre ha si­do un país con una gran im­pron­ta na­cio­na­lis­ta. Desde la fi­gu­ra del sa­mu­rái has­ta la di­vi­ni­dad del em­pe­ra­dor, pa­san­do por su pa­pel en sen­das gue­rras mun­dia­les y su as­pi­ra­ción de ser la má­xi­ma fuer­za co­lo­nial a prin­ci­pios del XX, su iden­ti­dad ha es­ta­do vin­cu­la­da a me­nu­do con os­ten­tar una su­pe­rio­ri­dad na­cio­nal in­na­ta so­bre los paí­ses de su en­torno. Y si bien tie­nen en su ha­ber va­rias de las ma­sa­cres y vio­la­cio­nes de los de­re­chos hu­ma­nos más te­rri­bles de la his­to­ria del si­glo XX, es al­go más bien po­co co­no­ci­do tan­to den­tro co­mo fue­ra de sus fron­te­ras. Entre otras co­sas, por­que el go­bierno ja­po­nés se nie­ga a reconocerlas.

Foto de la ma­sa­cre de Nankín

Esa ocul­ta­ción tu­vo co­mo con­se­cuen­cia que, du­ran­te las dé­ca­das de los 70s y los 80s, hu­bie­ra un fuer­te au­ge de la iz­quier­da en el país. Algo que tam­bién se tra­du­jo en el ám­bi­to del man­ga y el ani­me. Ya sea Mobile Suit Gundam y su oda an­ti­bé­li­ca o Akira y su de­fen­sa de un na­cio­na­lis­mo del pue­blo, to­das las obras del me­dio que hoy son con­si­de­ra­das clá­si­cas no guar­dan nin­gu­na sim­pa­tía con las as­pi­ra­cio­nes im­pe­ria­lis­tas del país. Que aun hoy es­tán le­jos de ha­ber­se desvanecido.

Y es que no só­lo Europa y EEUU lu­chan con­tra el au­ge del fas­cis­mo. También Japón lo es­tá ha­cien­do. Y des­de ha­ce bas­tan­tes más años. Porque, cuan­do en los 00s vi­vi­mos el au­ge del moe —tér­mino ja­po­nés pa­ra de­sig­nar per­so­na­jes, ge­ne­ral­men­te fe­me­ni­nos, de com­por­ta­mien­to ado­ra­ble y as­pec­to fe­ti­chi­za­do — , la (extrema)derecha en­con­tró en la es­té­ti­ca del man­ga y el ani­me su nue­vo cam­po de ba­ta­lla comunicativo.

Cultura contemporánea para el colonialismo político del mañana

A pe­sar de que los nue­vos me­dios co­mo el man­ga, el ani­me y el vi­deo­jue­go lle­van dé­ca­das im­po­nién­do­se len­ta­men­te por to­do el mun­do, el go­bierno ja­po­nés ra­ra vez les ha da­do ma­yor im­por­tan­cia. Tratándolos co­mo una in­dus­tria más, a lo lar­go de los años la aten­ción del go­bierno a la ho­ra de ven­der las bon­da­des del país siem­pre han re­caí­do por los ele­men­tos más tra­di­cio­na­les de su cul­tu­ra. Aquello que ven­den co­mo su or­gu­llo na­cio­nal in­me­mo­rial. De ahí que la ima­gen de Japón co­mo el rei­no de las geishas, los sa­mu­ráis y las ar­tes mar­cia­les no ha­yan cam­bia­do en más de dos si­glos de aper­tu­ra al ex­te­rior: es la ima­gen que el pro­pio go­bierno del país ha bus­ca­do proyectar.

Hasta que al­go em­pe­zó a cam­biar re­cien­te­men­te. Algo que cris­ta­li­zó de for­ma evi­den­te cuan­do fue ele­gi­do por se­gun­da y ter­ce­ra vez el ac­tual pri­mer mi­nis­tro de Japón, Shinzō Abe.

Shinzō Abe, del con­ser­va­dor Partido Democrático Liberal, es un po­lí­ti­co con­tro­ver­ti­do. Admirado por sus de­fen­so­res por sus po­lí­ti­cas eco­nó­mi­cas —ba­sa­das, a gran­des ras­gos, en su­bir los im­pues­tos al con­su­mo, de­va­luar el va­lor de la mo­ne­da y re­cor­tar los im­pues­tos a las gran­des for­tu­nas en un ejem­plo de eco­no­mía li­be­ral de ma­nual que han te­ni­do a bien bau­ti­zar co­mo abe­no­mics— y por sus po­lí­ti­cas re­for­mis­tas tan­to en el ám­bi­to edu­ca­ti­vo co­mo en el mi­li­tar. Una pos­tu­ra con­tro­ver­ti­da cuan­do en el pa­sa­do ha apo­ya­do la re­for­ma de los li­bros de tex­to pa­ra ha­cer des­apa­re­cer cual­quier men­ción de las va­rias ma­sa­cres que prac­ti­có el país a lo lar­go del si­glo XX en China y Corea o, ya en el go­bierno, cuan­do ha in­ten­ta­do con más bien po­co éxi­to re­fun­dar las fuer­zas de au­to­de­fen­sa del país en un ejér­ci­to ca­paz de in­ter­ve­nir en el ex­te­rior. Algo cu­ya Constitución prohí­be tras los fu­nes­tos su­ce­sos de la Segunda Guerra Mundial, in­ter­ven­ción de EEUU mediante.

El aho­ra fa­lle­ci­do ex-primer mi­nis­tro Shinzo Abe

Si bien na­da de lo an­te­rior pa­re­ce ma­ri­nar de­ma­sia­do bien con la pro­mo­ción de cual­quier cla­se de cul­tu­ra que no ten­ga un fuer­te cor­te na­cio­na­lis­ta, eso no sig­ni­fi­ca que go­bier­nos an­te­rio­res no ci­men­ta­ran la pro­mo­ción de esa cla­se de po­lí­ti­ca ex­te­rior. No siem­pre han go­ber­na­do los con­ser­va­do­res. Y así y con to­do, los con­ser­va­do­res en­con­tra­ron el mo­do de ano­tar­se el tanto.

Eso vino a tra­vés del Yomiuri Shimbun, el pe­rió­di­co de ma­yor ti­ra­da de Japón y el pe­rió­di­co con­ser­va­dor de re­fe­ren­cia aso­cia­do de for­ma po­co di­si­mu­la­da con el Partido Democrático Liberal. En una edi­to­rial in­cen­dia­ria de prin­ci­pios de 2010, el pe­rió­di­co mos­tró su dis­con­for­mi­dad con las po­lí­ti­cas del go­bierno al res­pec­to de la ex­plo­ta­ción y pro­mo­ción de la cul­tu­ra pop del país. Algo pa­ra lo cual se va­lió del ejem­plo de Corea del Sur. País que siem­pre ha ido a re­bu­fo de Japón, sin una iden­ti­dad cul­tu­ral o sub­cul­tu­ral tan fuer­te co­mo la ni­po­na, pe­ro que, en tér­mi­nos de po­der blan­do, le es­ta­ban ga­nan­do el pul­so gra­cias a la sis­te­má­ti­ca pro­mo­ción de su pro­duc­ción ci­ne­ma­to­grá­fi­ca y te­le­vi­si­va, y muy es­pe­cial­men­te del k‑pop, por par­te de su gobierno.

A cau­sa de es­ta edi­to­rial, o no, en ju­nio de 2010 se lle­gó a un pun­to de in­fle­xión. El en­ton­ces re­cién ele­gi­do Naoto Kan, pri­mer mi­nis­tro del socio-liberal Partido Democrático de Japón, to­mó co­mo una de sus pri­me­ras me­di­das crear la ofi­ci­na de pro­mo­ción de in­dus­trias crea­ti­vas, un or­ga­nis­mo in­de­pen­dien­te con el que «coor­di­nar di­fe­ren­tes fun­cio­nes del go­bierno y coope­rar con el sec­tor pri­va­do». En otras pa­la­bras, se de­ci­die­ron a po­ten­ciar la mar­ca ja­po­ne­sa con ayu­das y pro­mo­cio­nes pú­bli­cas a tra­vés de lo que, en el ex­te­rior, se per­ci­bía co­mo el Japón con­tem­po­rá­neo: tec­no­lo­gía, man­ga, ani­me y cul­tu­ra pop.

Pero los go­bier­nos so­cia­lis­tas no tu­vie­ron ni tiem­po ni ga­nas de ha­cer na­da. Naoto Kan du­ró po­co más de un año en el car­go, di­mi­tien­do a cau­sa de la ne­fas­ta ges­tión gu­ber­na­men­tal de la cri­sis de Fukushima, y su su­ce­sor, Yoshihiko Noda, du­ra­ría po­co más de un año tam­bién, sien­do de­rro­ta­do de for­ma fra­gan­te por un Shinzō Abe. El mis­mo Shinzō Abe que, só­lo cin­co años an­tes, ha­bía te­ni­do que di­mi­tir de su pues­to co­mo Primer Ministro a cau­sa de su im­po­pu­la­ri­dad en­tre el pue­blo ja­po­nés por va­rios ca­sos de co­rrup­ción en su go­bierno y una po­lí­ti­ca ex­te­rior que in­clu­yó la in­ter­ven­ción di­rec­ta en Afganistan. Algo que tam­po­co cam­bió de­ma­sia­do el es­ce­na­rio po­lí­ti­co ja­po­nés, ya que el Partido Democrático pa­re­cía guiar sus ac­tos más por los edi­to­ria­les del Yomiuri Shimbun que por al­gu­na cla­se de in­te­rés en la de­mo­cra­cia o el socialismo.

Cool Japan, o la problemática de usar la cultura como arma política

Es por es­to que quien ha te­ni­do el tiem­po y la opor­tu­ni­dad pa­ra ex­plo­tar es­te con­cep­to y sus fru­tos es Shinzō Abe. Y con él los con­ser­va­do­res. Haciendo uso de la cul­tu­ra con­tem­po­rá­nea del país pa­ra co­sas tan cues­tio­na­bles co­mo pro­mo­cio­nar el Ministerio de Defensa a tra­vés de man­gas co­mi­sio­na­dos con di­ne­ro pú­bli­co o el he­cho de que las tres ra­mas de las fuer­zas ar­ma­das ten­gan sus pro­pias per­so­ni­fi­ca­cio­nes, o mas­co­tas, en for­ma de tres en­can­ta­do­ras y muy sexys chi­cas ani­me ani­mán­do­te a alis­tar­te en la ma­ri­na, el ejér­ci­to de ai­re o el de tie­rra, se­gún pro­ce­dan tus gus­tos en la moe­fi­ca­ción. Pero tam­bién lo han uti­li­za­do pa­ra mo­ti­vos me­nos pro­ble­má­ti­cos. Véase al pri­mer mi­nis­tro Abe apa­re­cien­do con la go­rra de Super Mario en la ce­re­mo­nia de clau­su­ra de los jue­gos olím­pi­cos de Rio, pro­me­tién­do­nos una mez­cla de la cul­tu­ra ja­po­ne­sa clá­si­ca y con­tem­po­rá­nea co­mo re­fe­ren­cia pa­ra las Olimpiadas de Tokio de 2020. Y si bien es po­si­ble po­ner pe­gas a un uso tan proac­ti­vo de la cul­tu­ra por par­te del es­ta­do, no es me­nos cier­to que re­sul­ta, al me­nos en par­te, be­ne­fi­cio­so a la pro­pia industria.

Una in­dus­tria que no tie­ne pro­ble­mas en co­que­tear con con­tro­ver­ti­dos te­mas po­lí­ti­cos. Especialmente, en lo que co­rres­pon­de a uno de los jue­gos más po­pu­la­res en Asia, y que en Occidente ape­nas conocemos.

Kantai Collection, más co­no­ci­do co­mo KanColle, es un vi­deo­jue­go de na­ve­ga­dor lan­za­do en abril de 2013 don­de cons­trui­mos es­cua­dro­nes de bar­cos que des­pués te­ne­mos que en­viar a di­fe­ren­tes mi­sio­nes pa­ra de­fen­der Japón de una ame­na­za alie­ní­ge­na in­de­ter­mi­na­da pro­ce­den­te «del oes­te». Hasta aquí na­da ra­ro. Nada que se sal­ga del ca­non del vi­deo­jue­go. Pero lo ex­tra­ño lle­ga cuan­do con­si­de­ra­mos que to­das las tro­pas son en­car­na­cio­nes hu­ma­nas de bar­cos del ban­do del eje, tan­to ja­po­ne­ses co­mo na­zis, en for­ma de chi­cas moe. Donde el ta­ma­ño de su pe­cho y as­pec­to, ge­ne­ral­men­te se­xua­li­za­do, va en re­la­ción con la pro­pia po­ten­cia de ca­da uno de los bar­cos. Barcos que com­ba­ten un enemi­go pro­ce­den­te de oc­ci­den­te, alie­ní­ge­na y ten­ta­cu­lar, que guar­da más que sos­pe­cho­sos pa­re­ci­dos con las flo­tas de las fuer­zas aliadas.

Akihabara es una de las se­des del Cool Japan y un lu­gar don­de el moe es una he­rra­mien­ta común

Dada la com­bi­na­ción del fac­tor co­lec­cio­nis­mo, al te­ner que con­se­guir to­das las chicas-barco, con el he­cho mis­mo de la fe­ti­chi­za­ción de los per­so­na­jes, al con­ver­tir esos mis­mos bar­cos en chi­cas mo­nas con to­da cla­se de uni­for­mes, no es ex­tra­ño que el jue­go ten­ga una gran po­pu­la­ri­dad tan­to den­tro co­mo fue­ra de las fron­te­ras de Japón. Algo que ha le­van­ta­do no po­cas am­po­llas. Porque, pa­ra mu­chos, Kan Colle es el ejem­plo per­fec­to de la po­lí­ti­ca cul­tu­ral ex­te­rior no só­lo de Abe, sino de to­dos los go­bier­nos ja­po­ne­ses de las úl­ti­mas dos dé­ca­das: re­vi­sio­nis­mo his­tó­ri­co y militarismo.

Dada la com­bi­na­ción del fac­tor co­lec­cio­nis­mo, al te­ner que con­se­guir to­das las chicas-barco, con el he­cho mis­mo de la fe­ti­chi­za­ción de los per­so­na­jes, al con­ver­tir esos mis­mos bar­cos en chi­cas mo­nas con to­da cla­se de uni­for­mes, no es ex­tra­ño que el jue­go ten­ga una gran po­pu­la­ri­dad tan­to den­tro co­mo fue­ra de las fron­te­ras de Japón. Algo que ha le­van­ta­do no po­cas am­po­llas. Porque, pa­ra mu­chos, Kan Colle es el ejem­plo per­fec­to de la po­lí­ti­ca cul­tu­ral ex­te­rior no só­lo de Abe, sino de to­dos los go­bier­nos ja­po­ne­ses de las úl­ti­mas dos dé­ca­das: re­vi­sio­nis­mo his­tó­ri­co y militarismo.

A fi­na­les de 2013, po­cos me­ses des­pués de su pu­bli­ca­ción, el Hankook Ilbo, im­por­tan­te pe­rió­di­co sur­co­reano, fue el pri­mer me­dio en abrir fue­go con­tra KanColle. Y lo hi­zo con un edi­to­rial don­de ar­güía que la ex­tre­ma po­pu­la­ri­dad del jue­go, tan­to en Corea co­mo en Japón, po­día trans­mi­tir ideas equi­vo­ca­das a los jó­ve­nes so­bre el pa­pel del Emperador y la ar­ma­da ja­po­ne­sa du­ran­te la Segunda Guerra Mundial. Una crí­ti­ca que ha en­con­tra­do no po­ca re­so­nan­cia en la red y que se ha he­cho no­tar, aún hoy, es­pe­cial­men­te en­tre los blo­gue­ros co­rea­nos afi­cio­na­dos al man­ga y al ani­me, don­de es fá­cil en­con­trar re­fe­ren­cias al he­cho de có­mo KanColle no só­lo glo­ri­fi­ca los ac­tos ja­po­ne­ses du­ran­te la gue­rra, sino que tam­bién ha­ce con­tro­ver­ti­das re­pre­sen­ta­cio­nes en ge­ne­ral. Ya sea ha­cien­do des­apa­re­cer el te­rri­to­rio co­reano del jue­go o su­man­do nu­me­ro­sos bar­cos de la Alemania en di­ver­sas ac­tua­li­za­cio­nes, el jue­go ha ido su­man­do po­lé­mi­ca tras po­lé­mi­ca por su fal­ta de tac­to y sen­si­bi­li­dad. Como si, de he­cho, no fue­ra ya lo su­fi­cien­te­men­te pro­ble­má­ti­co que uno de los per­so­na­jes más que­ri­dos, y una de las tro­pas más po­de­ro­sas del jue­go, sea una chi­ca es­toi­ca y or­gu­llo­sa lla­ma­da Kaga, fi­gu­ra­ción moe del por­ta­vio­nes Kaga, pie­za fun­da­men­tal del Kido Butai: las fuer­zas de­trás del ata­que de Pearl Harbor. Algo que lo­gró le­van­tar am­po­llas in­clu­so en EEUU, país don­de el jue­go no es­tá pu­bli­ca­do y, en teo­ría, ni si­quie­ra es jugable.

Lo po­lí­ti­co no es lo úni­co pro­ble­má­ti­co de KanColle

Si bien des­de Corea y, en me­nor me­di­da, EEUU, se ha con­si­de­ra­do KanColle co­mo otro ejer­ci­cio de re­vi­sio­nis­mo his­tó­ri­co por par­te de Japón, en el pro­pio país ni­pón no se pien­sa de la mis­ma ma­ne­ra. En The Japan Times ale­ga­ron que las acu­sa­cio­nes del Hankook Ilbo ca­re­cían de to­do fun­da­men­to, que el di­se­ño del jue­go no pre­ten­de trans­mi­tir nin­gún ti­po de re­fle­xión po­lí­ti­ca y que ese ar­gu­men­to ya se usó en los se­ten­ta pa­ra ata­car el ani­me, hoy clá­si­co, Space Battleship Yamato. El cual, por lo de­más, no pro­du­jo nin­gu­na cla­se de au­ge de la ex­tre­ma de­re­cha en el país por usar el nom­bre de un fa­mo­so aco­ra­za­do de gue­rra ja­po­nés. De for­ma si­mi­lar, el Asahi Shimbun, se­gun­do pe­rió­di­co en ven­tas de Japón de li­ge­ras ten­den­cias iz­quier­dis­tas, de­fien­de que de he­cho el vi­deo­jue­go trans­mi­te un men­sa­je po­si­ti­vo. Dado que sus me­cá­ni­cas son du­ras, per­mi­tien­do que las na­ves se hun­dan per­ma­nen­te­men­te tras un com­ba­te des­gra­cia­do, eso pue­de ayu­dar a los ju­ga­do­res a com­pren­der los ho­rro­res de la gue­rra y cuán in­de­sea­ble se­ría que el país vol­vie­ra a en­con­trar­se en una si­tua­ción con tan­tas per­di­das ma­te­ria­les y humanas.

Dilucidar cual de las par­tes tie­ne ra­zón es im­po­si­ble. Siendo un te­ma sen­si­ble, es ob­vio que en Corea o EEUU no va a des­per­tar sim­pa­tía al­gu­na la glo­ri­fi­ca­ción del ejér­ci­to ja­po­nés. Pero tam­bién es cier­to que el Asahi Shimbun ha si­do un pe­rió­di­co que, du­ran­te dé­ca­das, ha lu­cha­do por ha­cer lle­gar al pú­bli­co ge­ne­ral los ac­tos cri­mi­na­les que el país co­me­tió du­ran­te la gue­rra tan­to en China co­mo en Corea, es­pe­cial­men­te en lo re­la­cio­na­do a las vio­la­cio­nes ma­si­vas pa­ra ali­vio se­xual de los soldados.

En cual­quier ca­so, pa­re­ce du­do­so que los crea­do­res de Kan Colle qui­sie­ran trans­mi­tir men­sa­je al­guno con su jue­go. No, al me­nos, un es­ta­tu­to po­lí­ti­co en fa­vor del Emperador y la es­fe­ra de co­pros­pe­ri­dad de la gran Asia orien­tal, el plan co­lo­nia­lis­ta ja­po­nés pa­ra uni­fi­car Asia ba­jo su man­do en con­tra de Occidente. Y esa es la cla­ve más im­por­tan­te aquí. Que las in­ten­cio­nes en­tre in­dus­tria y agen­tes po­lí­ti­cos di­fie­ren enormemente.

Pero que el au­tor no ten­ga cier­ta in­ten­ción no sig­ni­fi­ca que no pue­da trans­mi­tir­la de for­ma in­cons­cien­te. O en el peor de los ca­sos, que no se uti­li­cen sus he­rra­mien­tas pa­ra trans­mi­tir otras ideas.

Más allá del estado o la industria: Internet como germen de un nuevo fascismo

En reali­dad el uso del man­ga y el ani­me pa­ra pro­mo­ver una agen­da de de­re­chas es al­go que tie­ne mu­cho más tiem­po que los in­ten­tos de Shinzō Abe por se­guir ta­pan­do las atro­ci­da­des del país du­ran­te la Segunda Guerra Mundial o su in­ten­ción de re­for­mar el ejér­ci­to. Ya no di­ga­mos de los hi­po­té­ti­cos la­zos fi­lo­fas­cis­tas de un jue­go tan pro­ble­má­ti­co, pe­ro aún dis­fru­ta­ble, co­mo Kan Colle. Para ras­trear las raí­ces de es­te he­cho, de­be­ría­mos acu­dir a Internet. Y den­tro de Internet, al gru­po que se ha­ce lla­mar Netto-uyoku.

Lejos de los mé­to­dos del uyo­ku dan­tai, tér­mino uti­li­za­do pa­ra agru­par a to­dos los gru­pos ja­po­ne­ses de ex­tre­ma de­re­cha —cu­yos mé­to­dos pa­san des­de el clá­si­co fur­gón ne­gro con pro­pa­gan­da que emi­te con­sig­nas fi­lo­fas­cis­tas has­ta los ac­tos de pu­ro y du­ro te­rro­ris­mo— que sir­ven co­mo uno de los mu­chos pa­ra­guas po­lí­ti­cos pa­ra la ya­ku­za, los ne­to­uyo, sur­gi­dos en la dé­ca­da de los 90’s con la gran re­ce­sión de la eco­no­mía ja­po­ne­sa, han cen­tra­do to­dos sus es­fuer­zos en es­cri­bir ar­tícu­los pa­ra Internet, ge­ne­rar co­mu­ni­dad y crear una com­bi­na­ción de con­te­ni­do ultra-nacionalista, in­te­rés por la cul­tu­ra ja­po­ne­sa con­tem­po­rá­nea y el uso más bá­si­co y pri­mi­ti­vo de la se­xua­li­dad humana.

Pero no ade­lan­te­mos acon­te­ci­mien­tos. Los ne­to­uyo no sur­gie­ron de la na­da. Y es que es­ta nue­va ex­tre­ma de­re­cha, es­po­lea­da por la re­ce­sión eco­nó­mi­ca y las res­pues­tas fá­ci­les cul­pa­bi­li­zan­do a China y Corea de to­das sus des­gra­cias, en­con­tró en Internet su me­dio pre­di­lec­to de co­mu­ni­ca­ción, pe­ro no se­ría has­ta 1999 cuan­do se for­ma­li­za­ría de for­ma ob­via. Porque el 30 de ma­yo de 1999 abri­ría sus puer­tas 2channel.

2channel, tam­bién co­no­ci­do co­mo 2ch —no con­fun­dir con 2chan.net, más co­no­ci­do co­mo Futaba Channel, sur­gi­do dos años des­pués y con un trá­fi­co emi­nen­te­men­te me­nor y más mar­ca­da­men­te ota­ku—, es un agre­ga­dor de tex­tos crea­do por Hiroyuki Nishimura, que se­ría el ori­gen de otros agre­ga­do­res de tex­to más co­no­ci­dos en oc­ci­den­te, co­mo lo es el hoy in­fa­me 4chan. Que ac­tual­men­te per­te­ne­ce tam­bién a Nishimura. Y es que to­do el en­can­to de 2ch, co­mo en el ca­so de su pri­mo ame­ri­cano, re­si­de en tres cla­ves esen­cia­les: lo efí­me­ro de los tex­tos, lo rá­pi­do del in­ter­cam­bio de las in­ter­ven­cio­nes y el ano­ni­ma­to con el que se realizan.

La Rana Pepe, una de las fi­gu­ras apro­pia­das por la ex­tre­ma derecha

Algo que ha va­li­do pa­ra crear enor­mes co­mu­ni­da­des ca­pa­ces de ge­ne­rar can­ti­da­des in­gen­tes de con­te­ni­do so­bre to­da cla­se de hobbys, más me­mes de los que el Internet de uso co­ti­diano pue­de ha­cer­se car­go y, tam­bién, un gru­po re­du­ci­do, pe­ro sig­ni­fi­ca­ti­vo, de in­di­vi­duos que apro­ve­chan el ano­ni­ma­to pa­ra lle­var más allá sus agen­das po­lí­ti­cas. Generalmente, de ex­tre­ma de­re­cha. Que se­ría el ca­so de los ne­to­uyo.

De he­cho, las es­tra­te­gias de los ne­to­uyo, sur­gi­rán del cru­ce en­tre es­tos tres mun­dos. Al jun­tar­se la afi­ción por el man­ga, el ani­me y los vi­deo­jue­gos, la fa­ci­li­dad pa­ra ge­ne­rar me­mes con es­tos me­dios y la pre­sen­cia mí­ni­ma, pe­ro sig­ni­fi­ca­ti­va, de miem­bros de ex­tre­ma de­re­cha, que es­tos úl­ti­mos vie­ran un cal­do de cul­ti­vo per­fec­to pa­ra trans­mi­tir su men­sa­je a tra­vés del me­dio só­lo era cues­tión de tiem­po. Y ese tiem­po, pa­ra no­so­tros, es ahora.

El úni­co pro­ble­ma que tie­ne 2ch a la ho­ra de ejer­cer de pla­ta­for­ma de dis­tri­bu­ción es que, si bien es un si­tio ex­ce­len­te pa­ra ge­ne­rar con­te­ni­do, su pro­pia idio­sin­cra­sia im­pi­de cual­quier cla­se de co­mu­ni­ca­ción ex­te­rior efec­ti­va. Al fa­vo­re­cer la res­pues­ta rá­pi­da y la di­fu­sión por mul­ti­pli­ca­ción, es co­mo un fo­co in­fec­cio­so con­te­ni­do: si no exis­te una ma­sa crí­ti­ca de per­so­nas ejer­cien­do de fo­cos de in­fec­ción en pun­tos cla­ve de dis­tri­bu­ción, la vi­ra­li­za­ción del con­te­ni­do es prác­ti­ca­men­te im­po­si­ble. Y da­do el per­fil del con­su­mi­dor de con­te­ni­dos de 2ch, con­ce­bir a uno de ellos co­mo lí­der de ma­sas, o si­quie­ra co­mo al­guien con in­fluen­cia so­cial, sue­na, co­mo po­co, risible.

Ya que el co­mún de los mor­ta­les no tie­ne tiem­po fí­si­co pa­ra se­guir ni to­do ni una mí­ni­ma par­te de lo que ocu­rre en 2ch, su po­pu­la­ri­dad hi­zo que sur­gie­ran otros me­dios por los cua­les ha­cer lle­gar los con­te­ni­dos más re­le­van­tes al gran pú­bli­co. E igual que 2ch fue el cal­do de cul­ti­vo de la cul­tu­ra me­me, su trans­mi­sión se pro­du­jo en el in­flu­jo mu­tuo en­tre agre­ga­do­res, pá­gi­nas web que ac­tua­li­zan en­tre vein­te y trein­ta ve­ces al día con pe­que­ñas no­ti­cias y me­mes, y re­des so­cia­les. Porque don­de los agre­ga­do­res le­gi­ti­ma­ron una cul­tu­ra del me­me al or­de­nar­la y mez­clar­la con tra­zas de hu­mor, po­lí­ti­ca y ero­tis­mo, las re­des so­cia­les fue­ron el lu­gar don­de con­ver­tir en vi­ra­les cual­quie­ra de sus contenidos.

Dicho de otro mo­do, pa­ra en­ten­der có­mo sur­ge el com­por­ta­mien­to de los ne­to­uyo es ne­ce­sa­rio acu­dir allí. A su fuen­te de difusión.

Redes sociales, agregadores de contenido y la viralización del contenido de derechas

No por ca­sua­li­dad, en­tre los agre­ga­do­res más fa­mo­sos en Japón es­tán las pá­gi­nas Itai News y Alfal­fa Mosaic. Si bien es cier­to que la pri­me­ra ha ga­na­do po­pu­la­ri­dad con res­pec­to a la se­gun­da, el con­te­ni­do de am­bas pro­ce­de del mis­mo lu­gar: 2ch. Y Alfalfa Mosaic re­sul­ta más sig­ni­fi­ca­ti­va co­mo re­pre­sen­ta­ción de los ne­to­uyo. Especialmente, cuan­do tie­nen to­dos los ele­men­tos que aso­cia­mos con la es­fe­ra cul­tu­ral de ex­tre­ma de­re­cha ac­tual: ava­ta­res de ani­me, una cru­za­da pa­ten­te con­tra el fe­mi­nis­mo y más que ob­vias ten­den­cias filofascistas.

A pri­me­ra vis­ta, Alfalfa Mosaic po­dría pa­sar por la clá­si­ca pá­gi­na de cul­tu­ra ota­ku. Y si bien la fi­ja­ción por ani­mes con Precure —fa­mo­sa se­rie de ma­gi­cal girls, al es­ti­lo de Sailor Moon o Revolutionary Girl Utena, con un pú­bli­co ob­je­ti­vo fe­me­nino y me­nor de diez años— re­sul­ta des­con­cer­tan­te, to­do ad­quie­re un tono bas­tan­te si­nies­tro cuan­do nos fi­ja­mos en cuá­les son los otros con­te­ni­dos ha­bi­tua­les de la pá­gi­na: no­ti­cias so­bre po­lí­ti­ca, ge­ne­ral­men­te ata­can­do cual­quier me­di­da que ga­ran­ti­ce el sis­te­ma de bien­es­tar o que en­fo­que de mo­do po­si­ti­vo las po­lí­ti­cas de China o Corea del Sur, y no­ti­cias so­bre mu­je­res y se­xo, sien­do o bien no­tas muy es­pe­cí­fi­cas so­bre las me­di­das y pre­fe­ren­cias de idols jó­ve­nes con pe­chos gran­des o bien crí­ti­cas bru­ta­les ha­cia mu­je­res adul­tas o que se han au­to­de­fi­ni­do co­mo fe­mi­nis­tas. Todo ello en­tre no po­cos ar­tícu­los exal­tan­do las vir­tu­des de se­ries ori­gi­nal­men­te con­ce­bi­das pa­ra ni­ñas me­no­res de edad.

Ilustración imi­tan­do el es­ti­lo de JoJo’s Bizarre Adventure, he­roi­fi­can­do el in­ten­to de ase­si­na­to fa­lli­do de Donald Trump

Nada de eso nos re­sul­ta ex­tra­ño. El me­jun­je que com­bi­na el in­te­rés por las mu­je­res jó­ve­nes y tur­gen­tes con los ani­mes pa­ra ni­ñas, la po­lí­ti­ca de ex­tre­ma de­re­cha y el des­pre­cio por las ga­ran­tías so­cia­les de cual­quier cla­se es al­go que cual­quie­ra mí­ni­ma­men­te ac­ti­vo en re­des so­cia­les ha vis­to. Especialmente en la es­fe­ra an­glo­sa­jo­na de Twitter.

Porque los ne­to­uyo no se aca­ban en Japón. Pues sin su ejem­plo tal vez nun­ca hu­bie­ra exis­ti­do la alt right.

Avatar de ani­me. Comentarios mi­só­gi­nos. Encendidas de­fen­sas de Donald Trump. Abogar por me­di­das pro­tec­cio­nis­tas. Culpar de to­dos los ma­les del mun­do con­tem­po­rá­neo al so­cia­lis­mo y el fe­mi­nis­mo mien­tras gri­tan «¡nos co­men los que no tie­nen la piel tan cla­ra co­mo no­so­tros!». Ese es el mo­dus ope­ran­di del in­di­vi­duo con afi­lia­ción de ex­tre­ma de­re­cha en Twitter. Sea ja­po­nés, ame­ri­cano o es­pa­ñol (esa de­vo­ción por el ani­me del CM del Twitter del PP). Algo que nos ca­be agra­de­cer a los ne­to­uyo. Porque to­do lo que ha ocu­rri­do en re­la­ción a 4chan no es sino el re­fle­jo de lo que ocu­rrió an­tes, con ma­yor in­ten­si­dad pe­ro me­nor es­ca­la, en Japón con 2ch.

Ya sea el Donald Trump will ma­ke ani­me real o el me­me de Asuka Langley, per­so­na­je de Neon Genesis Evangelion, lle­van­do una go­rra en apo­yo de Donald Trump, la aso­cia­ción en­tre ex­tre­ma de­re­cha y ani­me, tan­to en Japón co­mo en el res­to del mun­do, pa­re­ce no te­ner vuel­ta atrás. Al me­nos no a cor­to plazo.

Ni los otakus ni la industria japonesa es de derechas: lo son quienes los utilizan para comunicar veladamente su mensaje

De to­dos mo­dos, eso no sig­ni­fi­ca que la in­dus­tria del ani­me es­té po­li­ti­za­da de al­gún mo­do. O que quie­nes creen es­tos me­mes se­pan na­da so­bre ani­me. Algo que se ha­ce no­tar en co­sas co­mo que de­trás de uti­li­zar el per­so­na­je de Asuka pa­ra apo­yar a Donald Trump hay una elec­ción de di­se­ño tan en­de­ble co­mo que es un per­so­na­je re­co­no­ci­ble y que es de ori­gen nipón-alemán, aso­cia­ción ab­so­lu­ta­men­te pue­ril con la cual se pre­ten­de re­la­cio­nar las po­lí­ti­cas de Trump con unas po­lí­ti­cas na­cio­nal­so­cia­lis­tas que sus par­ti­da­rios más acé­rri­mos ven co­mo de­sea­bles. O al me­nos eso nos quie­ren ha­cer creer. Porque igual que es ob­vio que uti­li­zan el man­ga y el ani­me co­mo he­rra­mien­ta sin nin­gún co­no­ci­mien­to real del mis­mo, só­lo por su ac­tual au­ge, tam­po­co es po­si­ble des­car­tar que, pa­ra mu­chos de es­tos in­di­vi­duos, el es­po­lear el odio y la in­se­gu­ri­dad de otras per­so­nas no sea na­da más que un jue­go. Algo con lo que reír­se sin pen­sar en las consecuencias.

Porque al fi­nal la cla­ve no es el ani­me. Ni el man­ga. Ni si­quie­ra la po­bre ra­na Pepe, otra víc­ti­ma, es­ta con peor des­tino que Asuka, del an­ti­se­mi­tis­mo pro-Trump. Es el pe­li­gro­so jue­go en­tre per­so­nas es­tan­ca­das en una per­pe­tua in­fan­cia men­tal ju­gan­do a ser ma­lo­tes por ha­cer­se pa­sar por neo-nazis, a los que se su­man au­tén­ti­cos neo-nazis apro­ve­chan­do esa co­yun­tu­ra pa­ra ha­cer lle­gar su men­sa­je a ge­ne­ra­cio­nes jó­ve­nes e influenciables.

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A fin de cuen­tas, el ani­me es atrac­ti­vo y po­pu­lar. Su es­té­ti­ca es re­co­no­ci­ble. No hay di­fi­cul­tad al­gu­na en vi­ra­li­zar sus imá­ge­nes. Entonces, ¿qué es más fá­cil? ¿Aprovechar un con­te­ni­do ajeno y que no tie­ne na­da que ver con tu idea­rio, pe­ro atrac­ti­vo y re­co­no­ci­ble pa­ra el pú­bli­co, pa­ra con­ver­tir­lo en un me­me que per­mi­ta ha­cer per­mear en la so­cie­dad ideas de ex­tre­ma de­re­cha, o ha­cer leer a los jó­ve­nes li­bros den­sos, abu­rri­dos y, por lo ge­ne­ral, mal es­cri­tos, so­bre las bon­da­des del con­ser­va­du­ris­mo más pa­sa­do de vueltas?

El ani­me tan­to co­mo su in­dus­tria no tie­nen la cul­pa del au­ge de la ex­tre­ma de­re­cha. No cuan­do son gen­te co­mo Shinzō Abe, los ase­so­res de Donald Trump o la se­gui­di­lla que su­po­nen 2ch y 4chan, en­tre el jue­go iró­ni­co y el ver­da­de­ro in­ten­to de apo­yar me­di­das de ex­tre­ma de­re­cha, los que uti­li­zan una es­té­ti­ca, unos mo­dos y una ló­gi­ca que, in­clu­so te­nien­do sus pro­pios pro­ble­mas en tér­mi­nos so­cia­les, no pre­ten­de co­mu­ni­car nin­gu­na cla­se de ideo­lo­gía perniciosa.

Es só­lo el signo de los tiem­pos. Una he­rra­mien­ta. El des­gra­cia­do ac­ci­den­te que otros uti­li­zan pa­ra fi­nes más os­cu­ros, o pa­ra sus jue­gos más perversos.

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