Yo pienso que la responsabilidad de cualquier artista es proteger la libertad de expresión.
Ai Weiwei
Ai Weiwei: Never Sorry, de Alison Klayman
En un tiempo en el cual el arte parece absolutamente emancipado de cualquier reflexión política, del ámbito específico del mundo que condiciona toda interacción con el mismo, el único que debería poder considerarse artista es aquel que se compromete de forma contundente con aquellas luchas que siente como determinantes sin confundir su arte con ellas; aquel que busca el fundamento del arte busca retratar el fondo común que hay entre arte y mundo, pero a través de una forma no mimética del mismo. Aquellos artistas que se auto-declaran realistas, y tanto nos vale para los literatos como para los artistas conceptuales como todo lo que hay entre medio, están encerrados en la mismidad de la crónica del mundo que se false a sí misma: pretender que el arte sea realista, que imite el mundo tal y como es en su forma, es como pretender entender que es un árbol por hacer una foto a un árbol: es sólo una forma (estúpida) de mal simulacro. Por eso el auténtico artista intercede entre las lineas de sabotaje de la representación, produce cortocircuitos en lo real, viola toda forma para hacer más inteligible el contenido del mundo —el cual, en tanto inmediato, es difícil de captar: para ver lo que tenemos más cerca, es necesario en algunas ocasiones re-situarlo en la distancia.
Esto se cumple de una forma radical cuando hablamos de Ai Weiwei en tanto toda su obra artística está en el grado cero de la implicación política, en tanto es imposible entender el arte sin entender la reivindicación política que en éste se contiene. El mayor logro como artista del activista chino es, entonces, que no haya separación entre su ser activista y su ser artista: él es uno y múltiple, múltiple y uno, porque es imposible separar el objeto artístico del mundo revelado por éste. Nada hay más allá de su radical situación de multiplicidades.
Sólo así puede entenderse por qué el documental de Alison Klayman parece interesado casi en exclusiva en retratar un Ai Weiwei activista, profundamente político, que una y otra vez lucha de forma abierta y descarada contra el poder no tanto por hacer de su actitud una vivencia revolucionaria, sino por afirmar de forma constante que no hay nada que no deba no ser dicho. No hay ni una sola vez que Weiwei abra la boca —y en ocasiones ni siquiera la abre, porque sus actos y su articidad, su producir arte, ya es de por sí una habla más elocuente que sus palabras— que no sea para reivindicar la absoluta necesidad de decirlo todo, de exigir la posibilidad de decirlo todo. Para él ser artista es no tener que cortarse la lengua para asegurarse de que no se dice algo que se sitúe en el afuera de lo absolutamente apropiado, es poder afirmar de forma radical todo aquello que es el mundo; su reivindicación es afirmar que todo aquello que se puede decir, no debería denegarse de poder ser dicho: todo lo que es, incluso si cuestiona de forma flagrante la visión del mundo que la mayoría posee, debe ser dicho de forma firme y radical por el artista comprometido. El artista debe ser el perro guardián del mundo, de su representación, de su significado último.
Ese decir todo lo que puede ser dicho de forma sistemática es la auténtica base del arte de Ai Weiwei y, a partir de ello, toda su visión al respecto del campo de acción de la política. Es así pues que se puede comprender por qué una serie de tres fotos de él dejando caer un jarrón de la dinastía Han es arte —porque nos está afirmando como es posible aniquilar el sentido remoto del pasado de aquello que no afirma nada en el arte: el jarrón es bello, pero no significa, no retrata el mundo; incluso lo bello, lo sagrado, puede ser profanado, y debe ser profanado si su verdad se muestra ya como inoperante— pero también por qué un ejercicio de activismo como dar los nombres y edades de todos los niños muertos en un terremoto a causa de las deficientes instalaciones públicas es también arte —porque a través de traer sus nombres se vuelven reales para nosotros, no sólo cifras, y así critica la impasibilidad con la que el gobierno trata a sus ciudadanos, pues para él son números y de seres humanos — . Pero eso sólo se puede entender desde el mismo momento que aceptamos que el arte, como la filosofía, nos habla de la verdad del mundo que es siempre cambiante y múltiple, pero que de hecho existe como una verdad presente situada ahí.
Lo que se nos muestra en el documental entonces no es más que el proceso a partir del cual un artista produce arte, que no es más que la lucha diaria que sostiene por poder decir siempre aquello que consigue comprender como cierto en el mundo y, para hacérnoslo ver, decide tomar distancia de ello infundiendo en una forma nueva el sentido que intenta transmitir. Cuando el hace cientos de millones de pipas de porcelana para arrojarlas sobre el suelo del Tate Modern no lo hace por capricho, sino que lo hace para visibilizar un problema evidente: como las personas como masa son indistinguibles unas de otras, iguales e indistinguibles entre sí en su adoración al Sol, pero demostrándose únicas e irrepetibles cuando nos paramos a juzgarlas una por una —además de forma literal, porque es imposible que dos pipas estén pintadas y formadas exactamente igual aunque todas sigan un patrón básico común. Eso es el arte revelando la verdad del mundo.
El sentido de la maravilla desatado por Ai Weiwei se da sólo en tanto él está imbricado de forma permanente en su obra, en tanto su visión al respecto del mundo es orgánica y creada por una profunda comprensión de cuales son las particulares propias de su tiempo. Y eso es exactamente lo que nos transmite el documental. La refinada sensibilidad de este artista chino se nos revela, se nos abre, para mostrarse como el catalizador de una verdad que siempre ha estado frente a nosotros pero quizás no pudimos saber ver hasta que él la resignificó para nosotros. Ese, y no otro, es el sentido profundo del arte auténtico.
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