Rara vemos hemos representado de forma adecuada la compleja dimensión humana del dolor. Aunque siendo una constante biológica apremiante, e incluso teniendo una evidente utilidad como indicador de peligros inmediatos, el dolor ha tenido, de forma sistemática, una mala prensa que ha impedido ser explorada en toda su singularidad particular; el dolor sólo ha podido ser castigo o penitencia, expurgando cualquier otra posibilidad durante siglos. Que eso niegue o contradiga la experiencia inmediata del dolor, parece haber preocupado a muy pocos. El umbral que separa al placer del dolor está tan desdibujado, es tan nimio, que pretender hacer una separación estricta entre ambos acaba por resultar en un desequilibrio grotesco. No debería extrañarnos que toda representación del placer en el arte cristiano viniera o del éxtasis divino o del dolor; entre Santa Teresa y San Sebastián sólo media la diferencia de su erotismo: lo divino, lo orgasmico, o lo humano, el dolor. Al haber creado esa distancia icónica, falsa, entre las formas extáticas del placer, de lo divino y lo humano, hemos conseguido hacer irrepresentable lo mundano como fuente de placer: aquello que proviene del cuerpo, la sangre y el dolor, no puede ser si no ajeno del placer.
Como representación, el mayor logro de Ichi the Killer es el más extraño: ser una película sobre el dolor que no deniega la posibilidad del mismo como forma de vida, como encuentro con el placer. Partiendo de esa premisa, leer la película como representación de diferentes modos del dolor resulta lógico: Kakihara como dolor físico; Ichi como dolor emocional; y Karen como dolor lingüístico —su retorcer las convenciones idiomáticas al cruzar inglés, chino y japonés sería una muestra de sadomasoquismo lingüístico: hiere al lenguaje, lo retuerce, pero justifica su evolución en el proceso a través del dolor — , como los tres ejemplos paradigmáticos de la representación a través de sus personajes. En la película todo rebosa dolor por lo que hay de búsqueda de sus límites, haciendo del dolor algo que no nace sólo de lo estructural sino también de lo estilístico: maltrata la narración al confundir niveles de realidad y maltrata al lenguaje cinematográfico al escoger planos o efectos que distorsionan la imagen; maltrata al espectador también porque, sin dientes y chorreando sangre, a mitad ya está pidiendo que le pegue más fuerte. Su coherencia es augurar para todos los niveles implicados, incluso aquellos presentes al otro lado de la pantalla, la comunicación de una placentera experiencia de dolor.
Jugando al límite de la representación, haciendo de la narración un desvío a través de cual llegar a lo que se pretende contar, Takashi Miike nos abandona en medio del maremágnum sadomasoquista en donde devenir en dolor es el único método a través del cual es posible sino vivir, al menos sí comprender. Aceptar el dolor, la extrañeza del placer por otros medios, es el único medio aceptable para poder llegar hasta el corazón de la película. Dar un rodeo no por capricho, sino por ser el único modo de representar lo irrepresentable —lo sádico, el dolor como fuente de placer consentida— en su seno.
Erigir una película sobre los límites representacionales del dolor, haciendo del maltrato de la memoria y la percepción de lo real su leit motiv particular —¿hasta dónde es confiable la memoria si es una entidad sadomasoquista? Se amolda a las necesidades de los golpes sensoriales, de los golpes de la existencia, por lo cual su relato está siempre distorsionado; con la percepción, tres cuartos de lo mismo — , resulta problemático ya no sólo por lo que supone de recontextualizar todo nuestro conocimiento sobre el binomio placer-dolor, sino también porque, en el proceso, destapa una serie de cualidades inesperadas que dificulta, intencionalmente, la labor narrativa. Si pretendemos conocer qué es real y que es ficción dentro del mundo fílmico, nos veremos en una situación incómoda: su estructura, sadomasoquista, escamotea cualquier posibilidad de distinción evidente. Ver Ichi the Killer es exigir ser maltratado, pero sólo en la medida de nuestro masoquismo; en nuestra medida de aceptar los golpes a las concepciones clásicas se mide nuestra capacidad para disfrutar del proceso.
Siguiendo esa lógica, no resulta extraño que la película se sustente sobre una aparente contradicción: es una obra coral donde todos los personajes orbitan alrededor de su personaje principal, Ichi, como método a través del cual construir la historia a su alrededor. Los acontecimientos no siguen los pasos de su protagonista, sino del mundo que lo confronta. Tal construcción resulta sugerente por lo que tiene no sólo de juego narrativo, sino de demostración de su cualidad práctica: Ichi apenas sí rasca tanta cantidad de tiempo en pantalla que otros secundarios que se erigen protagonistas de la historia, incluso cuando en cierto momento aparecen sólo para esperar a que llegue Ichi —usándonos, con razón, como punching-ball—, dotándole en el proceso del aura de leyenda urbana que esgrime durante todo el metraje. Al acabar sabemos todo sobre él, pero podría ser todo mentira o una mera alucinación colectiva —comprendiéndola en sus dos posibles vías: tanto como alucinación social, como creencia figurada de sus personajes; como una alucinación fílmica, metajuego de engaños donde nuestra mirada ha sido dirigida para creer algo que no pasa de leyenda urbana — , sin por ello anular que sea todo un arquetipo mítico, el héroe conducido por la tragedia, invirtiendo la mirada en acto de dolor: del héroe hacia su mundo.
Creer que Takashi Miike busca darle un sentido cerrado, último, donde no intervenga el espectador, es no haber entendido su pretensión: somos su particular saco de boxeo y estamos aquí para recibir golpes. La diferencia es que, donde los golpes de otros son herencia cristiana, creencia del dolor como algo negativo, sus golpes están cargados de amor. Con cada puñetazo nos abre los ojos para que descubramos ya no lo real, lo cual es imposible, sino la capacidad de aprehender una condición más profunda del mundo. Aquellos que aprenden a amar el dolor son quienes son capaces de seguir las tortuosas sendas de la vida.
¿Qué es entonces Ichi the Killer? El sádico Takashi Miike ofreciéndonos una sesión de dolor inflingida con amor infinito.
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