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  • Manifiesto kagebara. Siete flujos del cuerpo de estómago sombrío

    null1. Aunque la ma­yo­ría pre­fe­ri­rían po­der ol­vi­dar­lo por pu­ra con­ve­nien­cia, hu­bo un tiem­po en que el cie­lo era ro­sa; no un tiem­po pa­sa­do, un tiem­po don­de se po­día res­pi­rar la no­che du­ran­te el día. Aunque to­dos con­si­gan ol­vi­dar­lo, no­so­tros no ol­vi­da­mos; la hu­ma­ni­dad pue­de lan­zar­se al uní­sono a las vías del pro­gre­so, no­so­tros aún abra­za­mos los úl­ti­mos es­ter­to­res del día pa­ra im­buir­nos en el con­ges­tio­na­do ro­sa que aún ti­ti­la en el mun­do. null 2. Amamos la vio­len­cia, la des­truc­ción, el mo­vi­mien­to de obli­te­ra­ción. No te­ne­mos cui­tas, sal­vo los ríos de san­gre y las vís­ce­ras re­co­rrien­do las ca­lles; no te­ne­mos ór­ga­nos, sino cuer­pos: no so­mos zom­bies, por­que no en­con­tra­mos ali­men­to en la ani­qui­la­ción aje­na. En la au­to­ne­ga­ción del yo, de la vi­da, del mun­do. Destruimos só­lo pa­ra vol­ver a crear, he­ri­mos só­lo pa­ra sa­nar. (más…)

  • No hay triunfo del mal en un mundo donde existen actos buenos

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    Lo úni­co ne­ce­sa­rio pa­ra el triun­fo del mal
    es la inac­ción de los hom­bres buenos

    Edmund Burke

    MW, de Osamu Tezuka

    Retratar las con­di­cio­nes pre­sen­tes del mal, es siem­pre un ejer­ci­cio sui­ci­da. Cualquier pre­ten­sión de cap­tar el mal tal cual es, co­mo si de he­cho pu­dié­ra­mos ha­cer un re­tra­to exac­to de qué es más allá de aque­llo que in­tui­mos que es­tá erra­do, se sos­tie­ne por una idea de in­ve­ro­si­mi­li­tud: na­die es au­tén­ti­ca­men­te mal­va­do, la mal­dad ab­so­lu­ta no exis­te ab­so­lu­ta­men­te en el mun­do. Todo mal es tí­mi­do, por eso su au­sen­cia de vir­tud se ocul­ta siem­pre en la ig­no­ran­cia; to­do aquel que ejer­ce una fuer­za ma­lé­fi­ca, aquel que se nos pre­sen­ta co­mo mal­va­do, es­tá ha­cien­do al­go que él cree co­mo jus­to —aun cuan­do, co­mo es ob­vio, si se le cla­si­fi­ca co­mo mal­va­do es por­que de he­cho el res­to de quie­nes asis­ten o su­fren sus ac­tos no con­si­de­ran que és­tos es­tén ni re­mo­ta­men­te jus­ti­fi­ca­dos — . ¿Cómo po­de­mos en­ton­ces re­tra­tar el mal sin caer en el ma­ni­queís­mo de de­mo­ni­zar aque­llo que no es más que la bús­que­da de unos in­tere­ses con­tra­pues­tos a nues­tras ideas ético-morales? Exponiendo los ac­tos, no juz­gan­do a los individuos.

    Es por eso que la po­si­ción que adop­ta Osamu Tezuka en MW es aque­lla don­de no se pre­ten­den juz­gar los ac­tos —aun­que de he­cho hay jui­cios, al­gu­nos de ellos sub­ra­ya­dos ad nau­seam— tan­to co­mo con­fi­gu­rar un ma­pa a tra­vés del cual po­der com­pren­der las di­fe­ren­tes for­mas po­si­bles del mal en nues­tro pre­sen­te. Esto sig­ni­fi­ca, co­mo es ob­vio, que no exis­te una con­di­ción mo­ra­li­zan­te en el cual es­ta­ble­ce un jui­cio se­rio al res­pec­to de lo que acon­te­ce en la obra, sino que ha­ce un de­sa­rro­llo que ale­ja a la obra de la tra­ge­dia (en su sen­ti­do clá­si­co) pa­ra acer­car­lo a los me­ca­nis­mos na­rra­ti­vos pro­pios del te­rror: no hay ca­tar­sis, no hay sa­tis­fac­ción a tra­vés del triun­fo del bien, no hay po­si­bi­li­dad de tras­cen­der la si­tua­ción. He ahí que lo que ha­ce Tezuka no es na­rrar­nos una epo­pe­ya don­de sa­tis­fa­cer la ne­ce­si­dad de jus­ti­cia de los in­di­vi­duos, un re­la­to a par­tir del cual po­der creer que exis­te una li­be­ra­ción da­da a tra­vés de la cual se tras­cien­de la si­tua­ción ma­lé­fi­ca en la cual nos ve­mos re­fle­ja­do, en tan­to nos si­túa en me­dio de esa si­tua­ción: más allá del mal, só­lo que­dan sus efectos.

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