Lo único necesario para el triunfo del mal
es la inacción de los hombres buenos
Edmund Burke
MW, de Osamu Tezuka
Retratar las condiciones presentes del mal, es siempre un ejercicio suicida. Cualquier pretensión de captar el mal tal cual es, como si de hecho pudiéramos hacer un retrato exacto de qué es más allá de aquello que intuimos que está errado, se sostiene por una idea de inverosimilitud: nadie es auténticamente malvado, la maldad absoluta no existe absolutamente en el mundo. Todo mal es tímido, por eso su ausencia de virtud se oculta siempre en la ignorancia; todo aquel que ejerce una fuerza maléfica, aquel que se nos presenta como malvado, está haciendo algo que él cree como justo —aun cuando, como es obvio, si se le clasifica como malvado es porque de hecho el resto de quienes asisten o sufren sus actos no consideran que éstos estén ni remotamente justificados — . ¿Cómo podemos entonces retratar el mal sin caer en el maniqueísmo de demonizar aquello que no es más que la búsqueda de unos intereses contrapuestos a nuestras ideas ético-morales? Exponiendo los actos, no juzgando a los individuos.
Es por eso que la posición que adopta Osamu Tezuka en MW es aquella donde no se pretenden juzgar los actos —aunque de hecho hay juicios, algunos de ellos subrayados ad nauseam— tanto como configurar un mapa a través del cual poder comprender las diferentes formas posibles del mal en nuestro presente. Esto significa, como es obvio, que no existe una condición moralizante en el cual establece un juicio serio al respecto de lo que acontece en la obra, sino que hace un desarrollo que aleja a la obra de la tragedia (en su sentido clásico) para acercarlo a los mecanismos narrativos propios del terror: no hay catarsis, no hay satisfacción a través del triunfo del bien, no hay posibilidad de trascender la situación. He ahí que lo que hace Tezuka no es narrarnos una epopeya donde satisfacer la necesidad de justicia de los individuos, un relato a partir del cual poder creer que existe una liberación dada a través de la cual se trasciende la situación maléfica en la cual nos vemos reflejado, en tanto nos sitúa en medio de esa situación: más allá del mal, sólo quedan sus efectos.
En éste sentido la configuración que hace de la idea general es onerosa, extraña, expansiva: Tezuka habla rabioso de la corrupción, el crimen, la persecución de la homosexualidad, los malos tratos, la violación, la labor sensacionalista de la prensa y el militarismo estadounidense; Tezuka habla engalanado del triunfo del periodismo como transmisor de la verdad, del amor, de la sexualidad libre y liberada, de la amistad inquebrantable, del sacrificio absoluto. Lo cual al final se resume en el comportamiento ante la muerte, como el buen hombre es capaz de sacrificar su propia vida por salvar el mundo y el mal hombre al ver cercana su muerte elige arrastrar consigo al mundo.
Al asesino Michio Yuki contrapone al Padre Garai en un baile de máscaras que tiende hacia el infinito: es el juego entre las dos formas absolutas, entre El Bien y El Mal, sólo puede triunfar aquel que es capaz de darlo todo por aquello en lo que cree. Es por ello que, entre toda la estética del terror desarrollada con una delicadeza impropia de tal acontecimiento, el conflicto que más nos interesa no es aquel en el cual el bien triunfa sobre el mal o la justicia sobre cualquiera de éstas formas; el auténtico conflicto aquí desarrollado es la capacidad del bien para enfrentarse al mal de forma efectiva, si aun hoy somos capaces de afirmar un rotundo no frente a lo que sabemos como inapropiado. Todos los personajes del del lado del bien van siendo destruidos uno por uno metódicamente por las fuerzas del mal, por el atractivo imposible de Michio Yuki —el cual, siguiendo la mitología cristiana, podría tener un paralelismo evidente: es Lucifer, el más bello de los ángeles — , por no saber decir no. Su inacción, su no negar la tentación (directa o indirecta), les lleva a la destrucción. Es por eso que sólo cuando empiezan a afirmar un gran no, cuando deciden actuar de aquella manera que conocen como la única posible ante el mal, es cuando los planes de Yuki comienzan a truncarse: el mal triunfa cuando el bien duerme, cuando éste renuncia a denunciar sus efectos perniciosos.
Es por eso que Tezuka no juzga, porque no necesita juzgar, porque no quiere juzgar; el juicio implica que hay una invariabilidad de los puntos de vista, que se conoce la verdad al respecto de lo narrado, y esa verdad es siempre inefable. Incluso cuando nos hable de potencias que podrían identificarse con las ideas absolutas del bien y del mal, renuncia a moralizar. No hay catarsis. No existe en MW la (espuria) idea de una victoria de una de las fuerzas sobre la otra, porque el triunfo de ellas depende sólo de como actúen en el mundo: no es que el mal triunfe cuando el bien está inactivo, sino que el mal se apropia del mundo cuando el bien decide que es más fácil dejarse llevar por la comodidad del nada hay que hacer. El mal seguirá siempre vivo, pero incluso aunque el adalid del bien muera siempre habrá alguien dispuesto a recoger su antorcha.
El mal sólo puede triunfar por ausencia, porque nadie en el mundo decida convertirse en banderizo del bien; sólo si nadie hace lo que hay que hacer, el mal triunfará. Y eso está bien. Quizás así no podamos librarnos de la corrupción, el crimen o la posibilidad de un genocidio, pero mientras haya al menos un individuo en el mundo que siga siendo consciente de la necesidad de actuar, el mundo aun no estará doblegado de forma absoluta por las malvadas acciones de aquellos que sólo actúan por la ceguera de su propio interés.
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