Valmouth, de Ronald Firbank
Una de las peculiaridades inherente a la alta sociedad es siempre ser objeto de la fascinación de aquellos que no pertenecen a ella; sea para bien, imaginando fantásticos mundos de virtud y belleza, o para mal, fabulando la absoluta abyección escondida tras sus lujosas paredes, el común de los mortales se acerca al alto mundo de la distinción como quien embebe su realidad a través de los mitos. La clase alta son las figuras mitológicas del presente.
Siendo Ronald Firbank parte de esta sociedad, aunque a su vez completamente abyecto a la misma, su retrato es aquel que ni idealiza ni crea una condición mitológica del mismo: lo observa con una admiración bobalicona, de preciosista deseo, que le sumerge en los intermitentes flujos de sus banales cuchicheos. Ahora bien, Firbank es un bicho raro — homosexual, cristiano y amante de las razas negras, entre esos tres aspectos hila lo que para él sería la realidad ideal de Valmouth; todo el mundo es eternamente joven y voluptuoso, cristiano hasta el sangrar de las generosamente impías almas y deseoso de escuchar magníficas historias de los selváticos mundos lejanos de la negra, de cambiante gradación en su negritud, Yajñávalkya. Es por eso que más que el retrato de un balneario parece el retrato de un carnaval obscenamente camp donde la aparición de una Cher on cocaine no hubiera sido más que la hilarante culminación de aquello que refleja en su texto a cada instante Firbank; retrato de la alta sociedad, pero pasado por el multicolor tamiz de una intrusión anal consentida.
Ronald Firbank querría haber sido un decadentista, pero nació medio siglo antes de poder haber sido el guionista predilecto de John Waters. La sensibilidad que va desarrollando a cada instante es distante de la oscuridad y el hastío que parece querer retratar, quedando constantemente teñido del colorido jolgorio de una visión festiva del mundo; el racismo se convierte en escusa para glorificar Lo Negro, la confesión se convierte al instante de su declamación en el arbitrio del buen gusto a la hora de la depravación: le triomphe de la littérature décorative. Toda la oscuridad queda deglutida y procesada aquí para dar forma a Valmouth no como otro auspicio de terror propio de la época, sino precisamente como aquel lugar de fantasía donde la alta sociedad se convierte en un delirio trascendente de lo kitsch para convertirse en la irónica adoración estética de un presente improbable. Si fueran coherente con sus ideales, el hipster medio habría de rezarle cada noche al decadente San Firbank representado en la figura Cobi sobre un altar hecho con cómics de Flash Gordon.
Valmouth es, al tiempo, un deseo y una impostura: el deseo de un mundo ideal donde la alta burguesía se excede hasta llegar al universo de la demencia estética donde todo es posible siempre que pueda considerarse, en algún sentido orgiástico, una acción de hermosa decadencia; la impostura del saber que todo lo que pueda haber de excesivo en ellos jamás será camp, porque donde él asume una estética reaccionaria basado en lo irónico ellos ven una legítima belleza de lo exclusivo: en Valmouth son camp porque nuestra mirada los hace camp, si no serían una insufrible panda de horteras.
Unos horteras imposiblemente bellos, que parecen casi infantes incluso habiendo sobrepasado algunos de ellos ya el siglo —lo cual parece preconizar la pasión por el botox de las excesivas divas del presente, aunque sólo sea la demostración de que el deseo de la perpetuación de tal divismo siempre ha existido — .
El exceso como goce descubre en la decadencia el retrato de lo imperecedero, pues ha conocido de demasiado botox para descomponerse de forma natural. Así es la literatura de Firbank. Quizás por eso sea absurdo hablar de ella, intentar retratarla más allá de los cuatro clichés que desarrolla —que son clichés hoy, cuando hemos descubierto ese absurdo mundo de lentejuelas, y no antes; el mundo de Valmouth, en su tiempo, fue inaudito — , porque lo único posible es dejarse arrastrar por esta delicatessen camp.
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