El escritor jamás debería escribir para otra persona que no fuera el mismo pues jamás podremos saber lo que desea el otro con precisión para así concedérselo. Así sólo cuando escribimos buscando nuestra satisfacción podemos tener certeza de estar vagabundeando a través del camino correcto, de estar luchando contra las sombras para llegar a nuestro destino, anidar en el mundo que hemos creado. Nada menos que esto es lo que ocurre en el interesante aunque (casi) fallido Alan Wake.
En esta historia encarnamos al escritor de éxito Alan Wake que junto con su mujer Alice van a pasar unas vacaciones al idílico pueblo de Bright Falls. Por supuesto todo se torcerá con la mayor brevedad posible primero al ser descubierta su identidad de famoso pero, especialmente, cuando Alice desaparezca en las oscuras aguas del lago y nuestro protagonista pierda una semana de su vida en un accidente de coche. Enfrentándonos contra la fuerza oscura y sólo apoyados de forma más o menos reiterativa por nuestro agente literario, Barry, avanzamos en un tour de force hacia el seno de la oscuridad. Y es precisamente aquí, en su jugabilidad, donde fracasa. Para destruir los enemigos tendremos que apuntarles con fuentes de luz antes de atacarlos ‑nuestra linterna como método básico, pero también bengalas y granadas de luz- pero el control es siempre impreciso y tosco. Alan Wake está muy lejos, en todos los sentidos, de ser el protagonista de un videojuego: tiene un pésimo fondo físico, sus movimientos son toscos y se defiende mal de las amenazas externas. Y es aquí donde se desata el auténtico interés del juego, no es divertido por implicarnos en las acciones sino por hacernos participes de la historia.