A veces el único modo de llegar hasta alguna parte es perderse. Al introducirnos en el bosque sin ninguna referencia exterior, despreciando las sendas ya producidas de antemano por la naturaleza o el hombre, podemos alcanzar cierta sabiduría, cierta sapiencia de cuanto nos rodea, al guiarnos exclusivamente por aquello que nos dice nuestro instinto. Sólo en el perderse, en el darse a la posibilidad de lo desconocido, es posible acabar orillando en algún lugar que todavía no haya sido explorado. Y si bien también es posible no llegar hasta ningún lugar o incluso acabar muriendo en el proceso, en la ausencia de riesgos que supone seguir los caminos conocidos también se encuentra la imposibilidad de descubrir nada nuevo.
Michael Bay es especialista en perderse entre los claros del bosque. Yendo siempre a más, haciendo de su cine algo cada vez más barroco, extremo y extraño, hay que concederle su férrea coherencia artística: sólo anda los caminos que ha abierto él mismo. Y si empezó abriéndolos con machete, ahora ya lo hace directamente con napalm. De ahí que no resulte extraño que haya influido en lo formal en algunos otros autores —ya sea por herederos directos, Zack Snyder, o por una inquietud experimental similar, Ben Stiller— a través de un modo cinematográfico propio perfectamente definido como bayhem. Toda una matanza de planos espectaculares de explosiones, slow motion y cámaras haciendo giros de 360º sobre objetos desplazándose a velocidades absurdas. Tal vez durante el amanecer o el anochecer del día quedando lentamente atrás, pero ahí ya entraríamos en la especialidad, igualmente fecunda, pero menos satánica, de Michael Mann. Porque para Bay lo más importante son las set pieces más grande que la vida, no lo que ocurre entre ellas.