
Creo que estamos en un camino irreversible hacia más libertad y democracia. Pero las cosas pueden cambiar
George W. Bush

Creo que estamos en un camino irreversible hacia más libertad y democracia. Pero las cosas pueden cambiar
George W. Bush

Hipöstάsis Ä®àkî
01*
In line last night held the light
Down to save me from pain, happiness can lie
Remembering our lost home (our lost way)
Four Walls, de Massive Attack Vs. Burial
Conocer los límites de la experiencia ocultos más allá del conocimiento inmediato, las circunstancias generales por las cuales ocurren las cosas, es algo que está vedado al ser humano; conocemos las situaciones como nos son dadas, pero nos resulta imposible reaccionar según la maraña de acciones y contracciones que las forman. Somos esclavos de las circunstancias. Conocer las intenciones de aquellos involucrados en una acción de la cual no disponemos información previa es imposible, o si la disponemos conocer si no ocurrirá un evento estadísticamente improbable que nos lleve de cabeza hacia la incertidumbre es demasiado posible: según nuestra experiencia, toda elección es siempre la más racional en el momento en que ha sido tomada; o tempo: existe un margen de fallo dado por la imposibilidad de conocer todo acontecimiento ocurrido en la noche del mundo.
Four Walls nos transmite esa sensación de desamparo ante una serie de elecciones mal planteadas, sólo vistas en perspectiva como tal, a través de su musicalidad: los silencios, el downtempo y las disonancias armónicas transmiten el derrumbamiento de una voluntad más allá del límite de lo conocido. A través de la canción paseamos por las calles oscuras, repletas de óxido, de aquel demasiado ocupada en no permitir que le den caza sus recuerdos. Después de un ataque masivo, no queda nada; lo que acontece aquí son los pasos solitarios de un alma en pena que intenta llegar hasta alguna parte que ya no existe, porque se volatilizo con el mundo que hasta entonces conocía. No queda nada después del entierro de la voluntad. Por eso nos transmite esa culpa extraña que sólo ocurre en aquellos que se flagelan por las decisiones tomadas que no podrían no haber tomado, porque entonces era lógico haberlas asumido. Si bien lo que parecía deseable pudo ser una mala idea, salvo que hablemos de la perdida de las capacidades intelectivas, nunca es una circunstancia de la cual podamos extraer una culpa que se sustraiga de nuestra propia intención.

En tiempos de recesión económica, cuando la clase media ve como sus ingresos merman hasta lo inaceptable y las clases bajas se plantean la posibilidad de hasta que punto lo suyo es posible considerar vida, la sociedad es un caldero que podría llamarse Infierno. Demasiada presión, ninguna salida. No debería extrañar entonces que en tiempos convulsos como los nuestros aumente la delincuencia, las asociaciones que se sitúen más allá de la ley, formando comunidades nacidas desde el sentimiento de haber sido rechazado por la sociedad; cuanto más crece la desigualdad entre ricos y pobres, más razón tienen los pobres para considerar que la justicia no va con ellos. Pobre se puede ser de muchas formas, por eso no es necesariamente más peligroso aquel que es pobre en dinero —el cual quizás no pueda comer, pero su violencia está condicionada a la supervivencia— que aquel que es pobre en espíritu: a los hombres cuya voluntad les ha sido arrebatada son quienes debemos temer cuando llegue la hora de su juicio: no existe mayor peligro que el hombre que descubre su mundo en ruinas.
Death Sentence es, en muchos sentidos, la película definitiva sobre la crisis en términos simbólicos. Simbólico porque aquí no hay ruina económica, sino que las consecuencias vienen desde aquellos que han vivido siempre en esa suerte de rutina próxima a la muerte que se llama pobreza: Nick Hume, interpretado por un soberbio Kevin Bacon, se enfrenta a la muerte completamente gratuita de su hijo al verse involucrado por accidente en el rito de iniciación de unos pandilleros. Los descastados destruyendo los sueños de la clase media. Después de ver como su vida escora hacia la fatalidad, encontrará que la justicia no puede ayudarle; en un mundo de cárceles saturadas, la sociedad ya no puede satisfacer la necesidad de justicia de los hombres. Así comenzará el tour de force donde un hombre de familia descubre que el caos reina sobre el mundo más allá de cualquier orden que podamos pretender darle.

El pensamiento es indecoroso por definición. Independientemente de nuestros deseos, parece siempre escapar más allá de cualquier arbitrio que pretendamos ponerle: no sabe de reglas o límites, vagando más allá del estricto control consciente del que podemos hacer de él. Es nómada, fugitivo por definición, e intentar encorsetarlo dentro de los estrictos límites de lo deseable —o peor aún, de lo conveniente— nos lleva hacia su completa obliteración. La única manera de controlar el pensamiento es no pensando.
¿Cómo obliterar todo pensamiento, reflexión y conciencia? Viviendo en una cultura de la lobotomía, no sería difícil averiguar modos a través de los cuales conseguirlo: maratonianas sesiones de televisión basura, no leer, ir sólo al cine como rito social, hacer cosas por entretenimiento, et al. En conclusión, nunca permanecer solo para nunca permanecer ocioso. La mente ociosa es el patio donde juega el diablo, por eso la única manera de borrar toda posibilidad de pensamiento es llenar la cabeza de cosas inanes, carentes de cualquier valor intrínseco por sí mismo, a través de las cuales se haga imposible que se cuele ese diablo cojuelo llamado pensamiento. Si en el proceso nos cargamos consciencia, crítica e imaginación, tanto da; en el mundo del capital, lo único que hace falta para sobrevivir —que, cuidado, no para triunfar: cualquiera que le vaya bien en el capital tiene consciencia, crítica e imaginación: sólo se hacen valores innecesarios para el hombre medio— es la acción mecánica aplicada a las leyes mercantiles que rigen en cada ocasión la imaginación de otros. A esa negación de todo pensamiento podríamos llamarlo «punto omega».

We Were Exploding Anyway, de 65daysofstatic
La violencia y la música, siendo la primera un hecho indisoluble de vivir en un universo físico y la segunda de además habitar un mundo humano, comparten una peculiar facilidad para articularse a partir del estallido espontaneo: representan la aparición súbita del mundo a partir de su explosión matérica. Es por eso que en un mundo como el nuestro, en el cual nos hemos convertidos en habitantes sumisos de su devenir, somos individuos sujetos a la posibilidad de ser inundados de una forma obscena por cualquiera de estas dos conformaciones; la música, como la violencia, es algo que no se busca sino que se encuentra como parte de una cadena de acciones: nuestro inmovilismo sólo puede ir más allá de sí mismo cuando una reacción violenta, musical, nos hace movernos. Somos hermosas sinfonías de un universo bastardizado en cultura.
Partiendo de la premisa anterior, podríamos entender We Were Exploding Anyway como una representación metafórica de esta colisión ontológica que acontece de forma constante en nuestras vidas. Entre unos pianos preciosistas, ligeros toques de glitch, matemáticas guitarras y sobre-acelerados ambientes nos presentan una colorida representación, totalmente alejada de la suciedad de la realidad, de los encuentros vitales acontecidos en el mundo. Lo interesante de este choque ballardiano se encuentra en que es un movimiento físico, no necesariamente espacial pero sí einsteniano: va y viene, deviene sobre sí mismo, en unos flujos constantes que se componen como bellas explosiones en la noche. En ese conformarse violento, nuestro interés radical por ello radicaría en como lo newtoniano, la explosión como inicio del universo, la violencia como principio de vida, se va encarnando de forma sistemática en las formas propias que desarrollan de un modo magistral 65daysofstatic; la explosión vital radica como principio paralelo tanto para el universo como para el mundo.