El pensamiento es indecoroso por definición. Independientemente de nuestros deseos, parece siempre escapar más allá de cualquier arbitrio que pretendamos ponerle: no sabe de reglas o límites, vagando más allá del estricto control consciente del que podemos hacer de él. Es nómada, fugitivo por definición, e intentar encorsetarlo dentro de los estrictos límites de lo deseable —o peor aún, de lo conveniente— nos lleva hacia su completa obliteración. La única manera de controlar el pensamiento es no pensando.
¿Cómo obliterar todo pensamiento, reflexión y conciencia? Viviendo en una cultura de la lobotomía, no sería difícil averiguar modos a través de los cuales conseguirlo: maratonianas sesiones de televisión basura, no leer, ir sólo al cine como rito social, hacer cosas por entretenimiento, et al. En conclusión, nunca permanecer solo para nunca permanecer ocioso. La mente ociosa es el patio donde juega el diablo, por eso la única manera de borrar toda posibilidad de pensamiento es llenar la cabeza de cosas inanes, carentes de cualquier valor intrínseco por sí mismo, a través de las cuales se haga imposible que se cuele ese diablo cojuelo llamado pensamiento. Si en el proceso nos cargamos consciencia, crítica e imaginación, tanto da; en el mundo del capital, lo único que hace falta para sobrevivir —que, cuidado, no para triunfar: cualquiera que le vaya bien en el capital tiene consciencia, crítica e imaginación: sólo se hacen valores innecesarios para el hombre medio— es la acción mecánica aplicada a las leyes mercantiles que rigen en cada ocasión la imaginación de otros. A esa negación de todo pensamiento podríamos llamarlo «punto omega».
Denominar lo anterior como «punto omega» nos daría una idea exacta, aunque incompleta, de la pretensión de Don DeLillo en su obra homónima: el retrato caustico de la imposibilidad de pensar de forma racional, de pensar en absoluto, por culpa de encontrarnos en ese lugar donde el pensamiento ya es activamente imposible. Eso sería una sola cara de la moneda. La otra cara, desde la que parte y juega el americano, es su antítesis: el «punto cero» del pensamiento: el pensamiento nómada arrogándose más allá de cualquier límite, pensándose fuera de toda posibilidad preconcebida, lanzándose a la exploración de esos límites difusos de lo denominado como imposible. Por eso la novela parece retozar con gusto con la fragmentaridad tanto como entre la filosofía y la literatura, ¿quién es DeLillo para ponerle límite y orden a un pensamiento que pretende inculcarnos la imposibilidad de dar límite u orden lógico al pensamiento? Deja que las ideas copulen, libres sobre papel en tinta, hasta conseguir un resultado más allá de cualquier pretensión de categorización.
Pensamos la tierra, la experiencia física inmediata, convirtiéndola en cultura en el proceso. Por eso Richard Elster, antiguo asesor de guerra de Pentágono, vive hoy apartado en el desierto: allí donde nada se mueve, donde no hay nadie, es donde puede vagar el pensamiento. O puede hacerlo siempre que vaya bien equipado para ello —el mito del filósofo aislado del mundo es un mito: no hay manera de pensar sustentado en la nada, del mismo modo que un pájaro no podría volar ante la ausencia de aire — .
No es casual, ni un mero capricho, que la novela empiece con 24 Hour Psycho de Douglas Gordon: una apropiación de Psicosis que la hace durar veinticuatro horas, un día entero, es un proceso a través del cual lo físico es pensamiento en sí. La duración física de Psicosis sólo tiene significado cuando se la altera. Sólo así podría comprenderse que cualquier interacción con un objeto físico tiene el mismo carácter, que sólo tiene un valor intrínseco en tanto se le manipula; el hecho de leer Punto Omega, o ni siquiera leerlo: comprarlo o tenerlo en la estantería, cambia las condiciones fácticas de la experiencia de Punto Omega. No existe obra de arte hasta que alguien se la apropia en la interpretación, o en su consciente ausencia de interpretación.
Creer que la fragmentaridad de Punto Omega es objeto de una incapacidad narrativa, o el efecto de ideas disgregadas sin una conexión interna, sería dispararse un pie pretendiendo disparar a la montaña: sólo se explica porque se está sumergido en la montaña misma. Hay un nexo común en ello. Pensamiento. Se hace absurdo pretender reducir el conjunto hasta un mero cliché de pensamientos hilvanados de cualquier manera, cuando DeLillo articula una reflexión constante a través de esa disposición propia del pensamiento; si pensamos de forma fragmentaria, un relato sobre el pensamiento debe ser fragmentario. Por eso el «punto omega», la antítesis del pensamiento, no podría ser reproducido per sé: la narración estrictamente lógica sólo en apariencia, parece estrictamente lógica; sólo si se nos muestra desde el pensamiento, desde aquello que parece deshilachado y sin sentido, es posible comprender su ausencia de significado. No hay «punto omega» sin pensamiento, porque sin pensamiento es imposible percibir nada.
Somos una manada, un enjambre. Pensamos en grupos, nos desplazamos en ejércitos. Los ejércitos vehiculan el gen de la autodestrucción. Una bomba nunca basta. El borrón de la tecnología, ahí es donde los oráculos planifican sus guerras. Porque ahora viene la introversión. El padre Theilard lo sabía, el punto omega. Un salto al exterior de nuestra biología. Plantéate esta pregunta. ¿Tenemos que ser humanos para siempre? La consciencia está agotada. Toca ahora regresar a la materia inorgánica. Eso es lo que queremos. Queremos ser piedras del campo.
Incluso para ser piedras del campo tendría que llegar un hombre para re-significar nuestra existencia. Si trascendiéramos lo humano, si trascendiéramos el pensamiento desde su negación, lo único que conseguiríamos es destruir cualquier posibilidad de comprendernos ya no sólo a nosotros mismos, sino a todo lo que nos rodea — si sabemos que es absurdo que la gente siga alimentando un sistema que aniquila su existencia, ¿acaso no estamos apropiándonos de esos otros-como-piedras, esos que ya están en el «punto omega»?
Si pensamos 24 Hour Psycho, incluso si pensamos no ver 24 Hour Psycho —aquí pensar incluye tomar partido por algo, asumir unas ciertas razones críticas para no hacerlo — , ya estamos resignificando el valor original de la obra. Por eso es imposible que Punto Omega asuma las estructuras del pensamiento de «punto omega»: toda obra de arte auténtica niega por definición esa posibilidad. Si pretendemos poder conocer el mundo tendremos que hacerlo desde el pensamiento, pero no desde una idealización del mismo: nadie piensa de forma ordenada, lógica, matemática; todos pensamos en bruto, con contradicciones, sin orden. Hasta que no asumamos que hay un mínimo caos necesario para generar los significados de la existencia, de la experiencia, del mundo, y que el «mínimo caos» que se toma por lo absoluto es un «absoluto caos», seguiremos peligrosamente cerca de caer en el «punto omega». Sea el «punto omega» de Sálvame, de la guerra o del cientificismo.
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