El pensamiento es indecoroso por definición. Independientemente de nuestros deseos, parece siempre escapar más allá de cualquier arbitrio que pretendamos ponerle: no sabe de reglas o límites, vagando más allá del estricto control consciente del que podemos hacer de él. Es nómada, fugitivo por definición, e intentar encorsetarlo dentro de los estrictos límites de lo deseable —o peor aún, de lo conveniente— nos lleva hacia su completa obliteración. La única manera de controlar el pensamiento es no pensando.
¿Cómo obliterar todo pensamiento, reflexión y conciencia? Viviendo en una cultura de la lobotomía, no sería difícil averiguar modos a través de los cuales conseguirlo: maratonianas sesiones de televisión basura, no leer, ir sólo al cine como rito social, hacer cosas por entretenimiento, et al. En conclusión, nunca permanecer solo para nunca permanecer ocioso. La mente ociosa es el patio donde juega el diablo, por eso la única manera de borrar toda posibilidad de pensamiento es llenar la cabeza de cosas inanes, carentes de cualquier valor intrínseco por sí mismo, a través de las cuales se haga imposible que se cuele ese diablo cojuelo llamado pensamiento. Si en el proceso nos cargamos consciencia, crítica e imaginación, tanto da; en el mundo del capital, lo único que hace falta para sobrevivir —que, cuidado, no para triunfar: cualquiera que le vaya bien en el capital tiene consciencia, crítica e imaginación: sólo se hacen valores innecesarios para el hombre medio— es la acción mecánica aplicada a las leyes mercantiles que rigen en cada ocasión la imaginación de otros. A esa negación de todo pensamiento podríamos llamarlo «punto omega».