no existe super-hombre (ni cyborg) sin revolución en el mundo

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Según los prin­ci­pios bá­si­cos del trans­hu­ma­nis­mo la con­di­ción hu­ma­na no se da en aque­llas con­for­ma­cio­nes ma­te­ria­les en de­gra­da­ción del ca­rác­ter vi­tal, sino en la con­di­ción in­ma­nen­te en per­pe­tuo de­ve­nir de la men­te; el cuer­po no es más que el me­ca­nis­mo ne­ce­sa­rio de la men­te. Esta idea, que en cier­to mo­do be­be de un neo-platonismo or­to­do­xo muy sui ge­ne­ris, cris­ta­li­za­rá en una ce­sión del cuer­po co­mo un ele­men­to sin va­lor, o de va­lor li­mi­ta­do, que no me­re­ce una re­fle­xión más allá de su con­di­ción de lí­mi­te a tras­cen­der pa­ra al­can­zar la au­tén­ti­ca hu­ma­ni­dad. Esto que ha­ce que los trans­hu­ma­nis­tas se re­fu­gien en la ne­ce­si­dad de un avan­ce tec­no­ló­gi­co que, ac­tual­men­te, es más una uto­pía que una reali­dad pal­pa­ble a cor­to o me­dio pla­zo: la con­di­ción fí­si­ca del tiem­po, del de­cli­ve de lo fí­si­co con­na­tu­ral al pa­so del tiem­po, ac­túa co­mo des­truc­tor de sus in­ten­cio­nes de tras­cen­den­cia. A su vez cier­tos avan­ces cien­tí­fi­cos, es­pe­cí­fi­ca­men­te los que im­pli­can via­jar en el es­pa­cio, se en­cuen­tran con que esas li­mi­ta­cio­nes tem­po­ra­les tam­bién nos im­pi­den lle­gar más allá. Por eso la cien­cia fic­ción es un buen lu­gar de prue­bas de la reali­dad cien­tí­fi­ca fu­tu­ra, pe­ro tam­bién de la so­cial pre­sen­te, co­mo nos de­mues­tra Ryu Mitsuse en su re­la­to “El cre­púscu­lo, 2217 A.D.”.

El es­cri­tor ja­po­nés nos na­rra con tra­zos fi­nos pe­ro cer­te­ros la vi­da fí­si­ca y men­tal de Shira‑i, un cy­borg ‑en­ten­dien­do por cy­borg, ob­via­men­te, un ser hu­mano al cual se ha tras­plan­ta­do su ce­re­bro en un cuer­po cibernético- de pri­me­ra ge­ne­ra­ción, un des­cas­ta­do que en tan­to pio­ne­ro me­dia co­mo en­la­ce en­tre dos mun­dos. Viviendo de las ayu­das de los nor­ma­les y de su pe­que­ño pues­to de fo­to­gra­fías no ter­mi­na­rá de ver con bue­nos ojos la re­vo­lu­ción in­ci­pien­te que es­tá ori­gi­nan­do su an­ti­guo ca­ma­ra­da Cholo; la idea de ha­cer un via­je has­ta los lí­mi­tes del es­pa­cio ex­te­rior pa­ra crear allí una co­lo­nia ex­clu­si­va­men­te cy­borg. El Gobierno de Ciudad Canal Este, ciu­dad ra­di­ca­da en Marte, no pue­de to­le­rar se­me­jan­te hecho.

Los cy­borg se nos pre­sen­tan co­mo en­ti­da­des ca­si in­dis­tin­gui­bles de los hu­ma­nos, con un fí­si­co con ape­nas sí al­gu­nas li­ge­ras di­fe­ren­cias que pue­den des­ve­lar, y só­lo al ob­ser­va­dor aten­to, su con­di­ción post-humana, sal­vo el ca­so de Shira‑i. Él es una en­ti­dad de­for­me, ape­nas sí hu­ma­na, con unos pul­mo­nes de car­bono que se de­jan ver en su es­pal­da y con la ne­ce­si­dad de es­tar ba­ñán­do­se ca­da no­che en so­lu­ción de Ringer. Como pio­ne­ro es im­per­fec­to, si­nies­tro, pe­ro en su con­di­ción de ob­via­men­te di­fe­ren­te se si­túa co­mo el per­fec­to me­dia­dor en­tre hu­ma­nos y cy­borg: am­bos son ca­pa­ces de ver­lo co­mo un otro pró­xi­mo a su con­di­ción. Los hu­ma­nos le ven co­mo un ju­gue­te, co­mo una ex­tra­ña re­li­quia ar­cai­ca sin la que ja­más hu­bie­ran lle­ga­do a Marte; los cy­borgs co­mo un ve­ne­ra­ble an­te­ce­sor, un es­la­bón an­te­rior pa­ra lle­gar has­ta su con­di­ción in­de­pen­dien­te del ser hu­mano ac­tual. Es por eso que la re­vo­lu­ción de los cy­borgs no ata­ñe a Shira‑i: él es pro­duc­to de la téc­ni­ca fí­si­ca hu­ma­na; piel, múscu­los y pul­mo­nes vi­si­bles en con­di­ción de jue­go, si­mu­la­cro de los ju­gue­tes en los que se reflejan.

¿Qué im­por­tan­cia tie­ne en­ton­ces Shira‑i? Es el li­be­ra­dor de la opre­sión de los hu­ma­nos ha­cia los cy­borgs. Aunque los hu­ma­nos cu­bran to­das las ne­ce­si­da­des de los cy­borgs tam­bién los en­cie­rran en la he­te­ro­to­pía del ba­rrio cy­borg; del es­pa­cio ex­clu­si­va­men­te no-humano. De és­te mo­do Shira‑i, es­la­bón re­cu­pe­ra­do en­tre hu­mano y post-humano, es la pie­za pseudo-mesiánica que li­be­ra por igual de la car­ga de los pre­jui­cios a los pre­jui­cios y de su es­ta­do de es­cla­vi­tud de­pen­dien­te a los cy­borgs. Pero no lo con­si­gue por su con­di­ción de es­la­bón, co­sa que le fa­ci­li­ta su la­bor, sino por su fé­rrea vo­lun­tad de ha­cer lo más co­rrec­to pa­ra el bien co­mún. El trans­hu­ma­nis­mo no es más que la con­cep­tua­li­za­ción post-científica del super-hombre re­vo­lu­cio­na­rio de la humanidad.

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