Rashōmon, de Ryunosuke Akutagawa
En medio de un tormentoso atardecer el héroe se refugia en Rashōmon, la más grande de las puertas de la ciudad de Kioto donde se reúnen con asiduidad los delincuentes de la ciudad, empuñando sigiloso su katana, pues desconoce donde pudieran encontrarse los aviesos enemigos que se puedan esconder en la incognoscible oscuridad de la noche. ¿Por qué allí? Para pensar, para ser, para vivir. Después de dar por perdido cuanto poseía se plantea el robo como única opción para sortear la muerte, hasta que se da de bruces con la realidad: una vieja se ha refugiado allí y está saqueando mórbidamente los cuerpos aun calientes de aquellos incapaces de sobrevivir a la crisis de valores que acompaña todo tiempo de escasez. ¿Cómo actuar ante la decadencia última del hombre que ya no respeta nada, ni la muerte del mundo?
Una posible pésima interpretación del pensamiento nietzschiano sería aquella que afirmara que todo vale, que una vez muerto Dios ya no existe ninguna moralidad o acto condenable y, por extensión, toda verdad ha dejado de existir en el mundo; ésto no es sólo falso sino que, en último término, atenta contra todo el ideario desarrollado por Friedrich Nietzsche: no existen verdades universales absolutas en el mundo, en el ámbito del ser —que no así del ámbito natural, pues las leyes físicas siguen funcionando de forma independiente a la reflexividad humana — , porque cada hombre ha de encontrar el sentido particular de su propia existencia. Bajo esta premisa lo que nos propondría el alemán es que una vez derruido el pensamiento único, las imposiciones morales que fundamentan un sentido auténtico de la vida que no es tal, nuestra responsabilidad en tanto seres humanos es encontrar nuestro propio modus vivendi; el sentido de la vida es aquel proyecto que se dota cada uno a sí mismo.