Pudridero, de Johnny Ryan
Cuando se vive en tiempos políticamente correctos, el auténtico acto subversivo es la destrucción de la esencialista placidez dictatorial en la que se circunscribe el pensamiento. Cuando cualquier cosa que pueda resultar ofensiva para un colectivo cualesquiera es de inmediato obliterada ya no sólo de la acción pública, sino del lenguaje mismo —lo cual le acerca peligrosamente hacia posturas netamente totalitarias — , es inútil acudir a argumentos grandilocuentes al respecto de la disposición ideológica de esa censura (mínimamente) encubierta: igual que matar moscas con cañonazos es inefectivo, aludir a componentes históricos, antropológicos o filológicos se muestra esquivo ante unas ideas que sobrevuelan nuestro tiempo sin apoyarse en ninguna realidad más allá de la idea líquida del respeto. ¿Cómo se puede enfrentar alguien contra esa ola de bien pensantismo, de apología de la integración y el respeto, a través de la anulación radical de toda diferencia? Acudiendo a la forma más directa posible del discurso, el aludir al caracter primario de éste para evidenciar el absurdo propuesto; esto es lo que consigue Johnny Ryan en Pudridero.
Pudridero es la historia de Carantigua, un criminal de pasado desconocido el cual es arrojado a un mundo lleno de seres depravados que luchan a muerte para hacerse con el control de zonas específicas del planeta o intentar huir del mismo a través de elaborados artificios místico-tecnológicos. En este mundo la única realidad posible es la de la pirueta en forma de hostia de proporciones inhumanas, el erotismo embadurnado de violencia, el fluído como dialéctica última de la relación entre los diferentes individuos allí abandonados; no hay una lógica propiamente humana detrás, sólo un montón de asquerosos bastardos jugando al más dificil todavía de la escatología violenta con doble salto mortal hacia el absurdo.
¿Hay alguna clase de reflexión posible detrás de esto que no caiga en el absurdo de la sobreintepretación o, incluso, que vaya más allá de la obvia interpretación como viaje del héroe embadurnado en heces? Sí, pero sólo si pasan por el tamiz de admitir su principio regidor básico: la pulsión esencial, la reivindicación de una reflexión que nace no de la reflexión profunda, sino del gargajo submental que anida en el principio más primario del hombre: la curiosidad, la hostia, la búsqueda de sí mismo. La violencia desmedida, el sexo chungo y el uso de los fluídos corporales de todas las maneras inimaginables no dejan de ser modos de la provocación, un proceso burdo y extraño con el cual re-apropiarse del discurso —de las bases discursivas mismas, si pretendemos ser más exactos— a través del acto consciente de renunciar a un lenguaje castrado de toda diferencia para sumergirse en uno basado en un principio de lo desmedido, de lo hiper-; hiper-violento, hiper-sexual, hiper-heróico: ur-humano. La reflexión última que se puede extraer de Pudridero es ver como ese sumergirse en la fosa séptica de las pulsiones humanas es rescatar un hombre esencial más poderoso, no coartado por formas culturales capciosas — desde el lenguaje políticamente correcto hasta la dialéctica de la madurez todo son formas represivas que la sociedad nos impone para delimitar nuestro potencial infinito; la reivindicación entronca con un Nietzsche on cocaine: el super-hombre es como el niño, aquel ente que está en un perpetuo devenir de su propio ser sin control ni límite, experimentando constantemente todas las posibilidades de su propio mundo.
Pudridero es, en último término, una obra profundamente intelectual. No se puede negar su espíritu de epatar, de transgredir todos los límites, de tocar aquello que ha sido catalogado en letras de neon gigantes con advertencias policiales con un inmenso No tocar, pero es precisamente en esa impostura existencial donde Carantigua no deja de ser un experimento metafórico del super-hombre nietzschiano: es aquel que no se cierra a nada, que siempre está explorando los límites de su propia existencia —pero, en cualquier caso, esto no significa que todo super-hombre sea, necesariamente, como Carantigua; el super-hombre es el que fuerza los límites de su mundo, no el que le parte la cabeza a los otros hombres — . Es por ello que resulta profundamente intelectual en un sentido que va más allá del sentido que damos a la intelectualidad hoy, es intelectual, precisamente, porque viola de forma sistemática aquello que se puede considerar en último término como una reflexión intelectivamente aceptable; si los límites del lenguaje son los límites de mi mundo, lo que hace Johnny Ryan en Pudridero es ampliar (escatológicamente) los límites de nuestro mundo.
¿No es acaso Carantigua un Zaratustra, ese hombre que se remite a lo que es inherentemente esencial e infantil, ur-humano, para construirse un futuro hecho a su medida en un mundo incierto a través de explorar todas las posibilidades que le confiere su propio ser-en-el-mundo? Y, aunque no fuera esa la intencionalidad de Johnny Ryan, ¿no hace eso más pura la esencia particular de Carantigua al ser su existencia una exploración intuitiva de los límites de su mundo? Si alguien lucha de forma abierta contra los límites impuestos por la cultura, si alguien decide romper con la normatividad cultural de lo que se debe hacer, será éste un principio del super-hombre aunque no sepa siquiera que lo está siendo. Por eso los héroes lo son desde su desconocimiento, porque intelectual no es el que se sabe usando el intelectico, sino el que de facto hace uso de él, y lo fuerza hasta nuevos límites de lo posible, incluso sin saberlo.
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