Alps, de Yorgos Lanthimos
Lo que hay de terrorífico en toda muerte es el acontecimiento que acontece en el paso de ser humano a ser cosa; el ser humano como entidad en sí, como un cuerpo-mente interconectado en un fluir constante de su existir, desaparece en tanto este primero muere. Esto, que no deja de ser un triste epitafio de la obviedad de la existencia, tiene una alegre correlación en un hecho traumático: en tanto existe mundo, la existencia de aquel que ha expirado aun sigue en el mundo. No importa que una persona haya muerto mientras esa persona haya sido, pues en tanto fuera estará presente siempre en la mente de aquellos a quién afectó —o que afectará, pues la intensidad de su pensamiento o acciones pueden trascender la propia muerte. En tanto el ser lo es en el mundo, éste es capaz de permanecer incluso después que su fisicalidad haya partido; el ser, aun en tanto fuertemente atado al cuerpo donde habita, puede existir más allá de su partida como un ser humano en sí en tanto aun puede permanecer en la mente de los demás seres humanos, en tanto aun pertenece de forma objetiva al mundo aun cuando su subjetividad ya no evolucionará más por sí misma.
La empresa Alps contrata actores profesionales que memorizan e imitan la existencia de individuos recientemente fallecidos para ayudar que las personas cercanas a éste puedan sobrellevar de forma más natural el duelo por su perdida, haciendo que estos imiten en contenido y forma la existencia de aquellos que desean que volvieran —aun cuando, como es lógico, sea obvio que no son ellos. Partiendo de esta idea podríamos afirmar que la obra de Yorgos Lanthimos es en sí misma una reflexión sobre los límites del ser: la existencia de todos sus personajes está medida a través de las tinieblas de unas existencias castradas, de identidades moldeadas como objetos ajenos a una existencia auténtica. Pero si Kynodontas se basaba en el modelar una suerte de paraíso donde los infantes fueran ajenos al corrupto mundo externo —no sólo aislándonos del exterior, sino manipulando el lenguaje para que signifique sólo lo que desea ser contenido dentro de la casa; los límites de su lenguaje son los límites de su casa— en Alps asume un camino divergente, haciendo no de la casa sino del individuo el límite del mundo para otros individuos. Cada uno de los que amoldan su existencia para ajustarse a lo de otro se convierten en doppelgänger absurdos, externos al mundo en sí, imitando el papel de una existencia que no son.
La crisis de identidad de estos actores, como devienen constantemente en algo que no son pero acaban creyendo ser, es el paradigma que sostiene a su vez Lanthimos en su forma: si cada individuo es el mundo de otros individuos, la película asume una forma proyectiva de esa propia forma: los cuerpos se desnaturalizan, las actuaciones son forzadas y falsas, no hay catarsis. Incluso, en el caso más extremo, no conocemos ni siquiera que hacen por puro placer o porque sea parte inherente de su identidad y que es parte de su trabajo, desdibujando así de forma acuciante la diferencia entre ese mundo simulacral y el mundo real en el cual se supone aun habitan. No hay distancia desde el cual conocer ninguna personalidad más allá de su existencia actoral.
Ahora bien, Denis Diderot, en La paradoja del comediante, afirmaría que, de hecho, todo proceder del actor es una imitación de la realidad configurada a través de la memoria de los recuerdos (ajenos) de los cuales éste se apropia. Si es paradójico, como afirma en el propio título del libro, es por el hecho de que el actor acepta ese acto como una falsedad mientras sus espectadores lo conciben como una realidad en sí — los actores que realizan las farsas para imitar a aquellos seres queridos que han perdido lo consideran todo una falsedad, una ficción a la cual adaptarse camaleónicamente sin mayor compromiso que el proceso de un trabajo, pero, sin embargo, aquellos que solicitan sus servicios ven como su deseo de retomar las vivencias con aquellos que ya han muerto se recuperan precisamente en el acto de lo que el actor considera como ficticio. No hay catarsis en esta acción porque, en último término, no es una ficcionalización que se plasme de una forma tan intensa que se cierne en real para aquellos que la viven, sino que para unos es una ficción en sí misma (hasta que deja de serla) y para los otros es algo real que siempre ha sido así hasta que una anomalía ya solucionada les arrebató de ese sentido particular del mundo.
¿Cómo se explica entonces el giro final, como entender ese devenir extraño de Monte Rosa en todas las identidades que ha absorbido? Porque el actor no tiene porque saber como desligar su papel de su existencia, produciendo así que lentamente en su memoria se confundan sus recuerdos reales con los recuerdos de lo que ha fingido durante largo tiempo ser: implicarse de forma constante y brutal con la experiencia ajena, el ser ser devenido para otro, nos lleva hacia una percepción del tiempo esquizofrénica. Nuestra memoria ya no responde a quienes somos, sino a quienes hemos interiorizado ser a través de una experiencia catártica en la cual nos hemos llegado a saber, hemos contactado de forma profunda, con aquellos que hasta ahora imitábamos; Monte Rosa ya no es ella, es ella y toda la memoria de otros que ha hecho suya y confunde entre sí como unidad única. Es por ello que la identidad del ser queda aquí completamente destruida, porque ha sido invadida por los recuerdos que han infectado la memoria del actor como los espíritus poseen a los hombres: produciendo que sea imposible discernir quien es el origen del conflicto de personalidades, anulando cualquier identidad primera que pudiera haber en el actor al hacer que su memoria anterior y su memoria adquirida se funden en una sola. Ya no hay una identidad discernible en Monte Rosa a través del puro recuerdo, sólo otra manera de ver el mundo.
No hay nada en Alps, aunque sea también en el cine de Lanthimos en general, que no sea éste devenir formal-existencial en un algo irreconocible como algo posible en el mundo para aquellos que lo aprecian. La película es para el espectador tan esquizofrénica como lo es Monte Rosa al final de la película para todos aquellos que asisten a su descenso hacia los abismos de la percepción, pues no existe nada en ella que no nos remita a la profunda inquietud de sabernos ante algo que supera ampliamente la lógica visceral de lo que podríamos considerar una percepción normal del tiempo vivido. Nada hay en ella que nos salve de la dolorosa mirada hacia el despertar de la razón, porque la mente que piensa distinto el mundo sólo es comprensible si se acepta el juego de penetrar en ella hasta ahogarnos.
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