Los Inmortales: En busca de la venganza, de Yoshiaki Kawajiri
La peculiaridad particular de Nietzsche es la querencia que todos sienten por él pero el poco respeto que se le presta al ahondar con auténtica profundidad en su pensamiento; la complejidad del alemán es tal que parece sencillo de entender, de aprehender en su totalidad, cuando casi en cada oración podemos notar un clic diabólico con el cual ha retratado un problema particular al respecto de la situación del hombre de su tiempo: todo cuanto contiene dentro de sí es brillante en un sentido mágico, como si las ideas mutaran solas más allá de lo que en teoría podría decirse con las palabras. Es por ello que siempre que acudimos a Nietzsche, y en la cultura europea eso ocurre una vez cada tres minutos aproximadamente, debemos hacerlo con la precaución de sabernos leyendo no a un filósofo académico, sino a un escritor que hace filosofía —que sería la característica esencial, en mayor o menor grado, de todo buen filósofo: no se constriñe (absolutamente) a lo formal, sino que explora su propia literaturización del mundo.
La idea del eterno retorno del epígono popular de las formas más alocadas de la escritura como pensamiento del XIX sería uno de esos conceptos que no por sugestivos se han entendido, casi en su totalidad, al revés. Lejos de ser una condición reiterativa de la historia, pues no refiere en caso alguno que la historia sea repetición de cualquier clase, ni mucho menos lectura mística al respecto de una suerte de solipsismo auto-replicante, aunque la metáfora digo eso literalmente, de lo que nos habla con este concepto tan difuso como fascinante es precisamente de un proceso de reivindicación de la vida: el eterno retorno es el momento en que se decide dar el gran sí a la vida, el repetir constantemente la misma vida sin cambiar una sola coma, precisamente en tanto todo el dolor que pueda habernos sido suscitado se compensa por todo lo bueno que ha habido en ella. Esta reflexión profundamente vitalista consistiría en ese gran sí, en aceptar la vida de una manera tan rotunda y profunda que estuviéramos decididos a vivir lo mismo una y otra vez durante toda la eternidad —porque, de hecho, es posible que estemos a su vez sumergidos en ese proceso de forma inconsciente. Sólo partir de aquí se puede entender la conclusión de Los Inmortales: En busca de la venganza en su profunda melancolía, en su ausencia absoluta de heroísmo.
El enfrentamiento de los inmortales Colin McLeod y Marcus se da durante toda la historia del hombre, desde las invasiones coloniales romanas hasta un futuro post-apocalíptico donde transcurre la historia en sí, en una repetición constante donde el primero pretende vengarse de forma reiterativa de Marcus por el asesinato de su esposa encabezando siempre en el proceso diferentes formas revolucionarias. El primero como agente del caos, de ese perpetuo traer lo imposible al mundo, de hacer caer la noche sobre los imperios; el segundo como agente del orden, de hacer de la sociedad un cosmos perfectamente ordenado, el ser la luz que ilumina el mundo: su enfrentamiento se da en un eterno retorno caracterizado literalmente, pero que se circunscribe como eterno precisamente en tanto ambos aceptan tácitamente que es así y no puede, ni desean, que sea de otro modo: su confrontación es la aceptación tácita de ese eterno retorno.
¿Cuando se da la ruptura de ese eterno retorno? Cuando Colin decide renunciar a su promesa auto-cumplida permitiéndose el amor con una re-encarnación presente de su mujer muerta, haciendo así que ese eterno retorno se quiebre: en tanto ya no aceptará nunca más el volver a vivir durante toda la eternidad la perdida de su mujer y la derrota contra su asesino, él exclama un gran no a la vida: si bien consigue vengar definitivamente a su mujer, él queda igualmente vaciado de todo sentido para vivir. Colin no dio un gran sí a la vida, no eligió vivir en ese eterno retorno de lo mismo que un demonio desconocido le concedió como posibilidad, sino que el gran sí lo sentencio a la venganza; el gran sí se convierte en un gran no en tanto, en último término, a lo que dice sí es al deseo de venganza que le lleva de forma constante a intentar destruir su destino a través de las herramientas que le harán vivir de forma constante la tragedia en la cual está circunscrita toda su existencia. No hay en él nada heroico, ni siquiera tiene una pretensión real de ejercer un acto revolucionario —lo cual se ve de forma brillante en su confrontación contra Marcus, pues los imperios de éste siempre caen por su colapso lógico pero no por la intervención de Collin — , en tanto lo único que busca es cambiar un destino que no le resulta grato. Una vez cumplida su venganza, ya no tiene sentido que siga afirmando la vida.
Es por ello que Colin es la antítesis del super-hombre nietzschiano, pues es incapaz de aceptar ese eterno retorno como única constante lógica de su vida primero como tragedia (la perdida original de su mujer), después como farsa (la perdida constante de su mujer por su propia mano), pero también por la incapacidad de aceptar el combatir constantemente durante toda la eternidad contra Marcus mientras pierde una y otra vez a su mujer; todo cuanto hace es una pretensión de quebrar el eterno retorno desde su eterno retornar. El resto son las fantasías de un héroe demasiado débil para trascender su propia humanidad, para constituirse como el super-hombre capaz de gritar el gran sí que le haría aceptar que es el héroe revolucionario y el binómio amante/amado que siempre deseó ser. Primero como tragedia, siempre como tragedia.
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