Poesía cruel, de Vicki Hendricks
Si la poesía es aquello que funda el lenguaje —y no es un hecho caprichoso afirmarlo si tenemos en cuenta que en el lenguaje poético, sea este literal (poesía) o metafórico (otras formas de escritura), es la forma a partir de la cual se crean las derivaciones que le serán propias al lenguaje común en un futuro: lo que hoy es metáfora, visión, innombrado, el lenguaje cotidiano lo asimilará de forma natural para poder así ampliar los límites de aquello que lo que se puede hablar — , entonces deberíamos considerar que una poesía que se adjetiva como cruel necesariamente nos debe hablar sobre una nueva forma más oscura de ver el mundo. Ese es el caso de Viki Hendricks, la reina del erotismo noir, pero sólo si apuntillamos tal condición como parte de su propio descenso hacia los infiernos: nada hay en su escritura que no sea una búsqueda palpitante de esa oscuridad pegajosa, vibrante de luz y cálida como el verano tropical, que nos atrapa en su propio seductor vibrar; como el depredador que asume vivos colores para parecer inofensivo ante su potencial depredado, es poética por su belleza pero es cruel por lo implacable de su condición.
Todo en Miami Beach es cuerpos sudorosos en fricciones imposibles y gargantas trasegando bebidas que no se ajusten con su zona horaria, un obvio descenso hacia la degeneración absoluta propiciada por un calor que anima a desnudar la carne en exhibición pública para el que quiera asistir al espectáculo. Quizás por ello afirmar que es una novela noir, siquiera que tiene algo de policíaco, se queda grande para una novela que no sólo por localización, sino también por su propio motor narrativo —en el cual el conflicto, aunque existente, se basa en un ritornello constante basado en problematizar de forma dramática, y a veces dejando de imbéciles dignos de educación especial a los personajes por ello, cada una de las relaciones que allí se conforman — , se queda más en una adaptación de telefilm erótico con macabros destellos que aparecen casi como por casualidad; nada hay en la novela que no sea esa oscuridad penetrantemente obvia del exceso tropical, oscura sólo por contraposición a la vida cotidiana del resto del mundo.
¿Significa esto que la novela no tiene valor? Ni mucho menos, pues su valor está en el mismo canon que puede tenerlo una buena canción pop: en el valor de su perfección sintomática que se define no por un desarrollo brillante o un uso técnico esplendido, sino precisamente por su capacidad para encandilar a través de un estribillo brillante. Renata es un personaje profundamente pop en un sentido exclusivamente musical, una vibrante musa por la cual se vive y se muere y para lo cual todos los demás son apenas sí un acompañamiento para que ella pueda demostrarse como único motor inmóvil de su microcosmos; la repetición constante, el ritornello, lo encontramos en sus polvos, en su negarse a aceptar una sola persona por amante y en sus mentiras, pues ella es la canción melodiosa y vibrante que da sentido al conjunto del libro, la diosa a la que se canta por sus rítmicos vaivenes de cadera. Todo empieza y acaba con ella, el resto no son más que los coristas ideales que tienen que dar la imagen de cabezas de chorlito perfectos, entes vaciados de toda significación que pueda restarles protagonismo a Renata: no son personas, son proyecciones del deseo que se arremolina alrededor de ella.
La poesía cruel del título no es por tanto la suerte funesta que acaban cobrando todos los personajes, lo cual por otra parte no puede darnos menos que exactamente igual cuando apenas sí son proyecciones de arquetipos —de cuerpos perfectos, bellos como ángeles, todos interesantes y profundamente interesados en explorar los límites del sexo con un uso de tal perfección que resulta casi cómico: son coristas, y nada más— que están ahí para hacer que resalte aun más el mundo perfecto de su protagonista, como porque esa poesía cruel sea Renata misma. Ella es ese agujero negro de exceso y libertad absoluta que nos lleva hacia un completo sinsentido en el cual somos capaces de todo, de llegar hasta el extremo más abyecto de la existencia, ya no con tal de perpetuar ese estado como por el hecho de que el estar cerca del deseo incontrolable y absoluto que exuda nos proyecta en una vida poética: al lado de Renata, toda la vida es un océano de posibilidades donde el único límite es el placer más absoluto. El sexo, ideal y perfecto cuanto ocurre en la novela, no es más que la proyección de esa catarsis que sublima a los personajes llevándoles más allá de la vida a través del sexo, pero también de la poesía o el asesinato.
Si antes afirmaba que difícilmente la novela podría llamarse noir es por lo mismo que difícilmente una canción de pop se podría llamar progresivo en tanto su fin último se encuentra en la liberación de todo pensamiento, de toda forma de intelectualizar lo ocurrido, y dejarse arrastrar por las oleadas del deseo que vienen desde lo más profundo de la noche; el crimen no es intencionado en caso alguno, ya que su encuentro es el hecho incidental subyacente al acto de la búsqueda de la catarsis personificada en el cuerpo de Renata. No hay conflicto, no hay oscuridad externa al propio conflicto que personifica la protagonista en su propio cuerpo, pues todo cuanto ocurre fuera de ella son meros accidentes obsesivos que ni siquiera se nos clarifican nunca en favor de ese retornar constante a ella.
Sin estructura, sin género, sin estilo y apenas sí con una historia que justifique siquiera la posible pasión narrativista de la novela lo que nos queda es que es el perfecto libro pop: vacío de toda complejidad, apostando con empeño en que su interés último radique exclusivamente en como la canción repite una y otra vez un estribillo que ha sido pulido hasta la nausea a costa de abandonar el resto de la melodía a un ejercicio de mera comparsa. Y no lo hace nada mal. Poesía cruel es una gran canción de pop que, para su desgracia, se ha vendido como poesía cuando en realidad es la antítesis de esta; la poesía expande el mundo, crea sentidos y los lleva más allá, el pop repite de forma imperiosa algo que ya sabíamos concentrando todos sus esfuerzos en poner la mira sobre la perfecta descripción de un sólo concepto que acabe definido como si de un diamante bien pulido se tratara: si bien Renata inspira actos poéticos, su vida no es poesía tanto como pop: no hay extensión del mundo, no hay un cartografiar lo desconocido, sólo un recalcar como funcionan los mecanismos profundos del deseo. Nada más que eso, pero en ocasiones no hace falta ir más allá de los ritornellos para descubrir interesantes formas de volver a pensar el mundo.
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