En tiempos de recesión económica, cuando la clase media ve como sus ingresos merman hasta lo inaceptable y las clases bajas se plantean la posibilidad de hasta que punto lo suyo es posible considerar vida, la sociedad es un caldero que podría llamarse Infierno. Demasiada presión, ninguna salida. No debería extrañar entonces que en tiempos convulsos como los nuestros aumente la delincuencia, las asociaciones que se sitúen más allá de la ley, formando comunidades nacidas desde el sentimiento de haber sido rechazado por la sociedad; cuanto más crece la desigualdad entre ricos y pobres, más razón tienen los pobres para considerar que la justicia no va con ellos. Pobre se puede ser de muchas formas, por eso no es necesariamente más peligroso aquel que es pobre en dinero —el cual quizás no pueda comer, pero su violencia está condicionada a la supervivencia— que aquel que es pobre en espíritu: a los hombres cuya voluntad les ha sido arrebatada son quienes debemos temer cuando llegue la hora de su juicio: no existe mayor peligro que el hombre que descubre su mundo en ruinas.
Death Sentence es, en muchos sentidos, la película definitiva sobre la crisis en términos simbólicos. Simbólico porque aquí no hay ruina económica, sino que las consecuencias vienen desde aquellos que han vivido siempre en esa suerte de rutina próxima a la muerte que se llama pobreza: Nick Hume, interpretado por un soberbio Kevin Bacon, se enfrenta a la muerte completamente gratuita de su hijo al verse involucrado por accidente en el rito de iniciación de unos pandilleros. Los descastados destruyendo los sueños de la clase media. Después de ver como su vida escora hacia la fatalidad, encontrará que la justicia no puede ayudarle; en un mundo de cárceles saturadas, la sociedad ya no puede satisfacer la necesidad de justicia de los hombres. Así comenzará el tour de force donde un hombre de familia descubre que el caos reina sobre el mundo más allá de cualquier orden que podamos pretender darle.
La jugada maestra dea James Wan a lo largo de todo el metraje es la conversión del personaje protagonista en una corrupta fuerza del caos, en contraposición a la fuerza del orden matemático que era antes de los eventos desencadenantes: si al principio de la película es capaz de calcular la esperanza de vida del individuo medio por sus vivencias vitales, al entrar en el vórtice de venganzas que emprende contra los pandilleros sólo es capaz de vaticinar la muerte de aquellos que se pongan en su camino. La crisis es un analista de riesgo convirtiéndose en fuerza de la naturaleza.
La diferencia con respecto de anteriores sagas de venganza, todas ellas nacidas al amparo de una derecha huérfana de Nixon con una cultura tomando nota del ideario en Death Wish, es que Wan no asume una posición moral ante lo que ocurre: él sigue los pasos de sus personajes sin tomar partido, como un antropólogo describiendo sin intervenir en los ritos sociales de la tribu que está investigando. Para conseguirlo aplica al thriller todo lo que aprendió en el terror, incluso cuando abandona el hiper-esteticismo en favor de una sobriedad que enfatiza la oscura desnudez que retrata —que no por ello está carente de valor estético, pues la planificación visual se nos presenta con una fuerza viva a la hora de dar verismo a los actos de sus personajes — ; la composición es discreta, pero resalta de forma constante la progresión viva por el personaje de Bacon: en su primer encuentro con los pandilleros, acaba con ellos en una mezcla de suerte y accidente; en su segundo encuentro, existe ya una planificación estratégica en el cual, aunque se bate en retirada, consigue ponerlos contra las cuerdas por sus propios medios; en el tercer y último encuentro, nos lo encontramos renacido en ángel de la muerte que va en búsqueda de la justicia debida: la venganza es suya. El paso desde la persecución de los pandilleros, donde Kevin Bacon puede lucirse al ser capturado como completamente deslucido en un ámbito físico, hasta el combate final, donde éste demuestra una agilidad y pensamiento táctico digno de un asesino profesional, no es una inconsistencia de guión: es la demostración en imágenes del cambio existencial que ocurre en su vida. Del mismo modo que su cambio en aspecto, cada vez más sucio y demacrado, es la demostración de ese avance hacia ser parte constituyente del caos.
Death Sentence se aleja de las películas de venganza de los años 70’s-80’s en tanto su interés no se resume en una visión libertariana de la defensa personal, sino en lo envenenado de cualquier acción sometida en contra del caos. La película es el negativo moral, la ausencia de moralismo, de Death Wish: un hombre víctima de un caos que, aun cuando inherente al mundo, el decide combatir. Por eso encontramos pura violencia divina en acción (la ley del talión) ante la inutilidad de la violencia mítica (la justicia estatal, pero también los actos de los pandilleros instituidos como ley de su micro-comunidad). ¿Por qué negativo moral? Porque la violencia divina se nos presenta como una posibilidad, pero no como una solución: donde el caos reina, es imposible la justicia. Para conseguir orden, debe convertirse en una fuerza del caos.
No hay ninguna clase de justicia en el mundo que retrata Wan. Todo cuanto encontramos aquí es un hombre que, al verse desmoronado todo aquello en lo que creía, ve necesario crear un pacto consigo mismo a través del cual funda una micro-comunidad con un one-man army capaz de traer la justicia no al mundo, no al lugar que compartimos todos en tanto humanos, sino a su mundo interior: es la historia de dos comunidades en guerra más allá de las fuerzas sociales que conocemos explícitamente en el ámbito político. Nick Hume contra los pandilleros. Y como en toda guerra, las razones se enmarañan en un todo que hace imposible conocer que es lo que ocurrió realmente ni cuales son las motivaciones exactas que llevan a la continuación de la misma más allá de la inercia de acabar con el otro; quizás la cosa comience por el asesinato injustificado de un hijo, pero a mitad de la guerra el único sentido práctico que queda entre ellos es la propia consciencia de estar en guerra entre sí. En medio de la noche, sólo la sangre del enemigo en nuestras manos trae paz a la experiencia interior.
No hay sentido de la justicia en el caos, sólo la sensación de que si seguimos avanzando, si seguimos más allá de cualquier límite, al final acabaremos satisfechos por una borrachera de sangre sin fin. Pero las borracheras de sangre son infinitas. Por eso, cuando nosotros somos autoridad soberana, incluso encontrar la justicia que buscábamos puede acabar siendo un ajusticiamiento de nuestro deseo.
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