Antes de saber si hay vida ahí fuera, deberíamos saber si hay vida aquí dentro. Si bien debemos dar por hecho que la hay —que comemos, cagamos y jodemos; que también lo hacen otros fuera de nosotros mismos — , tampoco sería incorrecto preguntarse por si es posible que haya vida más allá de nuestra mente. O si nosotros estamos vivos. Si dejamos de lado el empirismo, suponiendo que de hecho existimos aunque sea aduciendo que nos es lo más conveniente pensarlo, aún nos quedaría la duda de si existe un sentido para la vida en la tierra; por qué existe algo —la vida, el universo y todo lo demás— y no más bien nada es una de las preguntas más legítimas, e incontestables, de la humanidad. ¿Por qué pensamos de forma constante en la posibilidad de otras vidas, de otras existencias, que están más allá de nuestro conocimiento? Porque esperamos que «esos otros» sean capaces de darnos una respuesta para aquello que no tenemos respuesta.
Cuando hablamos de otros posibles seres vivos ajenos a lo conocido, siempre es una posibilidad circunscrita dentro de un cierto sentido que haría erigir un significado particular a nuestra propia vida; no se cree en seres más allá de nuestro mundo por curiosidad xenológica, por puro conocimiento científico, sino como método para conocer aquello que somos nosotros. Si algo queda en claro de los diferentes testimonios recreados en Azul y Pálido es que, de haber alguna clase de encuentro con vida exógena, el interés por éste siempre orbitó alrededor del sentido de la existencia humana.
Si Pablo Ríos hubiera sido artista del XIX, pionero del cómic en una interesante ucronía, podría haber hecho también Azul y Pálido con una sencilla traspolación: donde hoy la gente achaca sus encuentros a una experiencia alienígena, entonces lo hubieran hecho a una experiencia divina. Es fruto de los tiempos. Todas las historias que retrata, lo cual hace con una fruición visual que dota de un subtexto enajenado al conjunto por causa de un interés en el detalle que casa a la perfección con la narración, nos hablan de encuentros que arrojan luz sobre la condición vital de la humanidad; ningún alienígena llega como un explorador confuso, un exo-antropólogo que viene para investigar lo que pueda aprender de nosotros: todo encuentro es desde lo humano hacia lo humano, siendo lo alienígena una explicación para todo aquello que permanece en sombras dentro de la explicación conocida para los hechos. Desde el sinsentido de la existencia hasta la oscuridad de las decisiones políticas, todo aquello que no puede ser explicado es rellenado con un evento sublunar provocado por visitantes extra-orbitales.
La labor de Pablo Ríos no es sólo poner en conjunto una serie de historias curiosas de legitimidad dudosa, sino conseguir dotar a esas historias de un contexto donde tengan un significado más allá de lo poco plausibles que resultan por sí mismas. Es posible entender Azul y Pálido en dos niveles, los dos igual de legítimos, según lo que nos interese comprender que subyace tras él: un nivel de puro entretenimiento, donde retrata unas historias que tienen un cierto valor pseudo-documental como obra de ficción; y un nivel de antropología filosófica, en tanto nos hablan de cuales son las condiciones particulares de nuestra existencia. Cada historia por separado puede ser absurda, puro ruido, pero al ponerlas todas en común sin juzgarlas consigue crear una sensación de unidad que si bien no nos habla de lo que hay más allá, si lo hace sobre lo que hay más acá.
No hay nada de casual en que Ríos decida empezar y acabar con Carl Sagan, ya que le sirve para exponer los dúctiles límites de la experiencia: es consciente de lo improbable de los encuentros en tercera fase, estafas de mercachifles y desencuentros de mentes débiles, pero no entra en juicios de valor al respecto de su condición real. ¿Significa eso que sea imposible que haya vida más allá de nuestro mundo, que esos hombres mienten? O incluso si lo es, ¿eso restaría legitimidad al hecho de que esas historias nos cuentan algo al respecto de las creencias de los hombres de cada época? La reiterativa declaración sobre alienígenas al rescate de nosotros mismos, aunque sea ficticia, nos dice más sobre los sentimientos engendrados en un cierto tiempo que cualquier lúcido testimonio nacido de una investigación racional. Lo mismo se puede decir de las abducciones. Si bien no son reales, si lo más probable es que sean ficción, eso no resta que nos informen sobre algo importante sobre nosotros mismos.
Durante milenios hemos usado la ficción para transmitir información relevante sobre nuestra propia existencia, intentando retratar aquella parte de nosotros mismos que nos resultaba imposible de expresar a través de un discurso puramente racional, lógico, científico. Deslegitimar las historias de alienígenas de Azul y Pálido por irreales sería renunciar a la posibilidad de aprehender algo que la gente no puede expresar. ¿Por qué siempre se aparecen los contactos extraterrestres a gente en situaciones próximas al límite? Quizás, porque no tienen otra manera de expresar su visión límite del mundo.
¿Quién sabe lo que hay más allá del horizonte de nuestros cosmos? Algún día lo sabremos. Pero hasta que ese momento llegue, tendremos que tener en cuenta algo tan sencillo que solemos pasarlo por alto: el hombre que explica lo inexplicable con algo irracional o ficticio, no es un hombre irracional: es un hombre intentando transmitir una experiencia interior que el lenguaje no puede explicar a través de la experiencia fáctica del mundo. Por eso, incluso si demostramos que estamos solos en el universo, que no hay nada ni pudiera existir nada jamás aparte de nosotros mismos, eso no restaría que la gente siguiera viendo cosas que están más allá de nuestra comprensión. Porque para explicar lo inexplicable, es necesario articular un lenguaje irracional; más aún cuando lo irracional nace de la imposibilidad de comprender nuestra propia existencia.
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