Hace un par de semanas, en un cumpleaños familiar, la hija (de siete años) de mi prima estaba viendo la televisión en el salón mientras los adultos pretendíamos mantener conversaciones interesante en la terraza. En uno de los viajes a la cocina aproveché para colarme detrás del sillón y sorprenderla con uno de esos «uh» que se suponen sirven para asustar, acompañado del agarre de hombros simultáneo para potenciar el efecto y toda la rutina que todos conocemos. Podría haber entrado al salón y simplemente decir «Hola» o «¿Qué estás viendo?» (como de hecho luego pregunté), pero elegí comunicarme, primero de todo, dando un susto. Ella apenas se agitó (y dada la nula elaboración del susto no fue de extrañar), me llamó «tonto» cariñosamente y se rió.
¿Por qué nos gusta dar sustos? ¿Qué tiene de gracioso? La ironía no es accidental: dar un susto coincide en no pocos aspectos con gastar una broma, sobre todo en la intencionalidad última. No se pega un susto (si es con buenas intenciones) tratando de producir en el otro una sensación de terror que le paralice, o al menos no como objetivo final, lo que se busca es la reacción posterior, la risa tras el episodio incómodo, la breve complicidad, la anécdota compartida, la extraña sensación positiva que sabemos genera.