Sin ser un hecho común, no es extraño encontrarse la situación en que nuestra memoria le cueste concretar si un determinado evento aconteció en realidad o fue sólo parte de nuestros más profundos sueños. Si es difícil hacer tal distinción en ocasiones es porque, aunque exista un mundo externo, éste siempre se nos muestra de un modo mucho menos claro del que podríamos pretender que es; la diferencia entre lo que percibimos y lo que es, entre lo que nosotros comprendemos que ocurre y lo que ocurre de hecho, se sitúa en las escalas designadas al cálculo de medidas abisales. No existe una percepción unívoca al respecto de lo real. Pretender poder designar un conocimiento de lo real absoluto, sin permitir la entrada de la oscuridad mostrada a través de la interpretación, es caer en el error de aquel que cree que en el mundo hay menos de lo que su filosofía podría llegar a soñar nunca: nos ocurren cosas raras, porque la realidad es rara.
Edgar Allan Poe concebiría la imposibilidad de comprender las sincronías extrañas, aquellos hechos que achacamos a lo casual cuando seguramente tengan una explicación que rehuye nuestro entendimiento —en el caso del relato que nos ocupa, que el misterio que envuelve el conjunto pretenda ser solventado por un racionalista editor como un error tipográfico; bella metáfora: lo que no encaja con los esquemas mentales establecidos, es y sólo puede ser erróneo — , como los huecos de una experiencia que se nos aparecen como acontecimiento nacido de la experiencia interior. Sólo podemos creer en el misterio que nos implica de forma unívoca.
Lo que Un cuento de las Montañas Escabrosas nos pretende transmitir es ese sentido de la maravilla nacido en los mecanismos, a priori, carentes de significación. Al justificar Poe el uso del mesmerismo, del cual afirmará que sólo recientemente habría demostrado su función real —haciendo en el proceso un tránsito de lo fantasioso a lo real; de lo imposible a lo posible — , que si bien no sirve para explicar los acontecimientos del relato, sí consigue edificar un carácter funcional dentro del mismo: ir allanando el camino para que creamos posible incluso aquello más enfangado en las simas de lo absurdo. Si hubo un tiempo en el cual el mesmerismo carecía de sentido, fue sólo cuestión de tiempo que se demostrara útil a través de su uso efectivo; quizás hoy sea inexplicable como un hombre puede vivir la experiencia de la muerte de su doppelgänger caído en otro tiempo y lugar, pero quizás sea sólo cuestión de tiempo que se demuestren los mecanismos a través de los cuales acontece tal experiencia —parece querer decirnos Poe.
¿Por qué elige entonces el mesmerismo, que es una pseudo-ciencia sin base legítima, y que ya en su tiempo fue motivo de furibundos ataques por acientífica? Por dos razones, que no se excluyen sino que se complementan: la primera, porque el mundo de la literatura no tiene por qué funcionar según las leyes de lo real; la segunda, porque la literatura siempre crea una interpretación capaz de explicar aquellos acontecimientos que no tienen sentido práctico en lo real. No hay ningún uso funcional posible del mesmerismo, pero en el ámbito de lo literario éste pudiera tener un uso efectivo al ser capaz de explicar aquellos vacíos que la racionalidad no podría explicar al respecto de la realidad. Si esa explicación sirve o no, no es importante: la calidad de la literatura no puede medirse según su adecuación a lo real, sino según su adecuación a nuestra existencia.
No hay incoherencia alguna en crear fabulaciones imposibles de lo real; el mesmerismo entrando en acción en hombres de rasgos felinos capaces de visitar tiempos pasados en lugares lejanos, no nos dice nada sobre la realidad científica del mundo, no es útil, pero sí tiene una función específica para nuestra propia vida. Por ejemplo, ayudarnos a comprender el terror oculto tras los pliegues de lo real. Augustus Bedloe es víctima del infinito, de aquello que es inexplicable más allá del hecho mismo de haber ocurrido.
Su terror es sutil, oculto no tras la muerte y el espanto que se oculta al final de los límites de los imposibles senderos de la sinrazón, sino en la imposibilidad de racionalizarlo. Cuando Bedloe muere, su esquela dice que su apellido era Bedlo, ¿por qué? Por un error tipográfico ‑dice el editor; porque es Oldeb al revés ‑dice el narrador: lo terrorífico no es sólo que seamos incapaces de comprender por qué un hombre ha sido capaz de existir en dos épocas diferentes ‑Bedloe a finales del XIX en EEUU, Oldeb a principios del XIX en India‑, sólo conectado por la experiencia de su propia muerte dirigiéndose contra él a través del espacio-tiempo, sino la imposibilidad de los demás de aprehender tal acontecimiento. No hay en Poe resignación: conoce lo que ha sido algo más que el fruto de lo casual. Para demostrarlo planta en el lector la semilla de la duda, de la posibilidad de comprensión futura, incluso aunque no sea a través de la estricta funcionalidad de lo real; ya no cabe la duda, sabemos con certeza que Bedloe vivió aquellos eventos singulares, nuestra duda es otra: «qué», no «cómo» ni «por qué».
No existe auténtico sentimiento de terror que nazca en el conocimiento de lo real, uno sólo teme aquello que sabe que acecha en el mundo pero le resulta imposible demostrar su existencia de tal modo que su existencia resulte indiscutible para aquellos ajenos a su alcance. Todo lo demás, es el pueril desconocimiento del auténtico sentimiento del miedo: saber que algo ocurre, pero no saber qué.
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