Sin ser un hecho común, no es extraño encontrarse la situación en que nuestra memoria le cueste concretar si un determinado evento aconteció en realidad o fue sólo parte de nuestros más profundos sueños. Si es difícil hacer tal distinción en ocasiones es porque, aunque exista un mundo externo, éste siempre se nos muestra de un modo mucho menos claro del que podríamos pretender que es; la diferencia entre lo que percibimos y lo que es, entre lo que nosotros comprendemos que ocurre y lo que ocurre de hecho, se sitúa en las escalas designadas al cálculo de medidas abisales. No existe una percepción unívoca al respecto de lo real. Pretender poder designar un conocimiento de lo real absoluto, sin permitir la entrada de la oscuridad mostrada a través de la interpretación, es caer en el error de aquel que cree que en el mundo hay menos de lo que su filosofía podría llegar a soñar nunca: nos ocurren cosas raras, porque la realidad es rara.
Edgar Allan Poe concebiría la imposibilidad de comprender las sincronías extrañas, aquellos hechos que achacamos a lo casual cuando seguramente tengan una explicación que rehuye nuestro entendimiento —en el caso del relato que nos ocupa, que el misterio que envuelve el conjunto pretenda ser solventado por un racionalista editor como un error tipográfico; bella metáfora: lo que no encaja con los esquemas mentales establecidos, es y sólo puede ser erróneo — , como los huecos de una experiencia que se nos aparecen como acontecimiento nacido de la experiencia interior. Sólo podemos creer en el misterio que nos implica de forma unívoca.