En tiempos de recesión económica, cuando la clase media ve como sus ingresos merman hasta lo inaceptable y las clases bajas se plantean la posibilidad de hasta que punto lo suyo es posible considerar vida, la sociedad es un caldero que podría llamarse Infierno. Demasiada presión, ninguna salida. No debería extrañar entonces que en tiempos convulsos como los nuestros aumente la delincuencia, las asociaciones que se sitúen más allá de la ley, formando comunidades nacidas desde el sentimiento de haber sido rechazado por la sociedad; cuanto más crece la desigualdad entre ricos y pobres, más razón tienen los pobres para considerar que la justicia no va con ellos. Pobre se puede ser de muchas formas, por eso no es necesariamente más peligroso aquel que es pobre en dinero —el cual quizás no pueda comer, pero su violencia está condicionada a la supervivencia— que aquel que es pobre en espíritu: a los hombres cuya voluntad les ha sido arrebatada son quienes debemos temer cuando llegue la hora de su juicio: no existe mayor peligro que el hombre que descubre su mundo en ruinas.
Death Sentence es, en muchos sentidos, la película definitiva sobre la crisis en términos simbólicos. Simbólico porque aquí no hay ruina económica, sino que las consecuencias vienen desde aquellos que han vivido siempre en esa suerte de rutina próxima a la muerte que se llama pobreza: Nick Hume, interpretado por un soberbio Kevin Bacon, se enfrenta a la muerte completamente gratuita de su hijo al verse involucrado por accidente en el rito de iniciación de unos pandilleros. Los descastados destruyendo los sueños de la clase media. Después de ver como su vida escora hacia la fatalidad, encontrará que la justicia no puede ayudarle; en un mundo de cárceles saturadas, la sociedad ya no puede satisfacer la necesidad de justicia de los hombres. Así comenzará el tour de force donde un hombre de familia descubre que el caos reina sobre el mundo más allá de cualquier orden que podamos pretender darle.