Bienvenidos a Zombieland, de Ruben Fleischer
El ser humano medio, en tanto entidad poseedora de una razón particular, tiene una obsesión insana con la necesidad de establecer para toda forma de afrontar la realidad una serie de códigos de actuación que llamamos reglas. Esto explicaría el auge de toda forma de guías, libros de auto-ayuda y demás parafernalia pseudo-científica basada en crear un contexto de seguridad en tanto abordar las problemáticas de la vida: hacen creer que de seguir de forma estricta sus pasos, en tanto han establecido unos patrones lógicos de actuación, se ha de llegar a conseguir necesariamente el fin último codificado en esa normatividad. La problemática principal de este hecho es pensar que la realidad es aprehensible, que puede ser reducida hasta una serie de pasos donde puede ser controlada de tal modo que se moldee de tal modo que cumpla nuestros deseos por la mera repetición de una serie de acciones repetidas como un mantra. Y quizás sería así el mundo si el ser humano fuera el centro del mismo, si nuestros deseos fueran motor perpetuo de todo cuanto existe, pero desgraciadamente eso está muy lejos de ser así.
La realidad es que todo cuanto nos rodea es caótico y un tanto absurdo, deviniendo así toda la realidad en algo más allá de lo que podemos racionalizar; aun cuando es factible que exista un orden absoluto para toda realidad existente, la verdad es que nuestro cerebro es incapaz de ordenar la cantidad de información que es necesario para ver tales patrones. Es por eso que Ruben Fleischer articula en Bienvenidos a Zombieland una lenta destrucción de toda la normatividad creada al respecto de como sobrevivir a los zombies en un mundo donde sólo han sobrevivido cinco personas hasta hoy: aunque las reglas hayan funcionado hasta hoy, en cualquier momento pueden fallar sin motivo aparente alguno.
El protagonista indiscutible de la película, el pánfilo Columbus, articula toda su vida post-infección zombie a través de una lista de reglas que no quiebra ante la imposibilidad de sobrevivir sin ellas. Así vemos durante toda la película como repite como un mantra todo lo que tiene que hacer, de forma sistemática y ordenada ignorando cualquier pulsión o apunte que ordene la lógica; todo cuanto hace lo hace porque cree que debe hacerlo, independientemente de si es o no lo mejor para él en particular en cada circunstancia dada. De éste modo tendrá una serie de reglas que rijan la necesidad de rematar a los zombies, otros que le obliguen a ponerse el cinturón de seguridad y, en general, toda una panoplia de hechos normativos pseudo-logísticos basados en una única perspectiva: eliminar cualquier posibilidad de que la sorpresa llegue hasta él. Si nada le sorprende, si no hay nada que pueda sorprenderle, eso significa que no hay nada dispuesto a comerle el cerebro cuando él baje la guardia definitivamente. Todo esto se verá materializado a través de, particularmente, dos hechos significativos: la aparición material de cada regla en tanto se ven cumplimentadas en cada ocasión y la inclusión como regla de disfrutar de los pequeños momentos.
El primero de estos aspectos, el hecho de que se nos muestra en pantalla la regla que está siguiendo en cada ocasión Columbus, es una caracterización matérica de su propio pensamiento; se nos resalta a cada instante de forma visual aquello que ya se nos ha dicho antes, o se nos dirá inmediatamente después. Esto, que no parece ser más que un efecto resultón, tiene la repercusión de que crea un contexto en el cual cualquier violación del código se hace inmediatamente patente en tanto ante una situación dada que ya sabemos que imprime un riesgo particular no se está cumpliendo tal condición. Es por ello que el resaltar cada una de las reglas acometidas en cada ocasión es un modo de resaltar ese hecho mismo, de resaltar el cumplimiento de la regla, para dejar claro que es de hecho así como debe ser; se elimina la emoción de la posibilidad de un encuentro fortuito a través de las reglas, pero a cambio se nos concede una suerte de didactismo matérico en la tipografía de sus acciones. Es por ello que incluso cuando decide quebrar alguna regla esta se muestra a través de este mismo sistema, siendo escrita en el mundo mientras la incumple, porque en último término no incumple la regla sino que la modifica para abrirse a una nueva disposición del mundo.
El segundo de estos aspectos va justamente en conexión con lo anterior en tanto la inclusión del consejo de disfrutar de las pequeñas cosas se normativiza, no se está cumpliendo la condición de disfrutar sino que se está imponiendo. Toda forma de disfrutar debe salir de la necesidad de ello, de liberar algo de dentro de nosotros que va más allá de lo estrictamente racional, pero si se pretende imponer el disfrutar de las pequeñas cosas como un mecanismo logístico de supervivencia se está eliminando cualquier posibilidad de disfrutar las pequeñas cosas. Esto es una paradoja mucho más grave de lo que parece. El personaje de Columbus no conoce ninguna clase de placer ni disfrute, todo para él es un mero paseo por el infierno que no deja de ser una mímesis perfecta de como era su vida antes del apocalipsis; todo sigue un estricto orden obsesivo-compulsivo, debe mantener alejado a los demás de sí mismo lo más posible y controlar todo cuanto ocurre alrededor a cada momento: es un hikkikomori emocional en un mundo zombie. Y si bien todas sus reglas han conseguido que llegue vivo hasta conocer a sus compañeros de viaje, también le han lastrado para vivir.
La diferencia entre Columbus y cualquier de sus compañeros es que estos segundos viven a cada segundo como si fuera el último, viven sus vidas como si ya no quedara más vida que el segundo que viene justo en este mismo instante; cada uno sigue siendo como es, por ello nada ha cambiado salvo el orden de prioridad de los acontecimientos para la supervivencia. Es por ello que las reglas de Columbus es la legislación de una persona obsesiva incapaz de disfrutar de la vida, que si muriera bajo las fauces de un zombie se sentiría tremendamente desgraciado porque nunca habrá vivido lo que querría haber vivido… aun cuando jamás lo habría hecho, porque estaría demasiado ocupado recluyéndose lejos de un mundo hostil. Ese es el profundo problema de la paradoja de la normatividad, nos ayuda a vivir más seguros ‑o con la sensación de que estamos más seguros, al menos- pero nos priva de las experiencias vitales en sí mismas. Es por ello que la única disposición permanente posible ante la vida, en circunstancias normales o en circunstancias de crisis de cualquier clase, es vivir la vida como si fuera el último día bajo la tierra, como si al final de cada día tuviéramos que rendir cuentas ante la muerte de si ese día ha merecido la pena ser vivido o más nos habría valido ya estar muertos.
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