Los clásicos lo son porque contienen dentro de sí lecturas fructíferas más allá de su propio tiempo, incluso cuando una buena parte de ellas sean completamente erróneas. El error dentro de la interpretación de una novela puede ocurrir por varios motivos, todos complejos y dados por tribulaciones que van cometiendo interferencias entre sí, pero muy especialmente por una razón: no haberla leído en absoluto. O haber leído la sinopsis; o peor aún: usar los argumentos de otro.
Cuando no sólo no se lee sino que se pretende haber leído escudándose en argumentos de segunda mano, aquellos que se tornan con facilidad en tercer o cuarto uso de distorsión, lo único que se consigue es fabricar una idea completamente falsa al respecto de un libro en particular. Idea que se perpetúa víricamente como «lectura canónica» —como si de hecho pudiera existir una lectura canónica, única y unívoca, que pudiera obliterar cualquier otra significación implícita en la obra — . Por eso cuando uno abre las vetustas tapas de un libro, incluso estando cargado de prejuicios, lo cual es siempre inevitable, se debe a la mínima cortesía con el otro: hay que pensarlo por lo que dice y hace, no por lo que inferimos de nuestro conocimiento indirecto de lo que dice y hace. Por eso la lectura es un ejercicio arduo, difícil, que exige en último término una dedicación que va más allá del mero entretenimiento; no hay sentido práctico en abrir un libro que no revuelva creencias, confronte ideologías, rebata prejuicios. No existe (buen) libro que no confronte la ceguera.
En el caso de La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades los prejuicios adquiridos hacen la lectura del mismo algo poco amable: es la picaresca española, la evasión de cualquier clase de esfuerzo, el beneficio obtenido mediante subterfugios y argucias; la posesión de caradura institucionalizado más que como profesión, religión. Nada que ver con lo que encontramos una vez sumergidos en la lectura. Lázaro de Tormes es un descastado que vive en la más absoluta de las desgracias, saltando de un trabajo ingrato hacia otro aún más miserable: el ciego le hace pícaro, el clérigo ladrón y el escudero honrado; a partir del Fraile, ya no es nada más que víctima de sus circunstancias. Lázaro es un cabrón, un buen cabrón. Cabrón porque jode al ciego y engaña al clérigo, buen cabrón porque lo hace para poder sobrevivir confrontando la obscena opulencia de la que hacen gala sin hacerle partícipe de ella. Por eso creer que la novela trata de cierta idea muy española del escaqueo, como si Lázaro fuera un proto-burócrata andaluz de chiste, sería condenar la novela a meterse en el fango de un pantano del cual no tiene noticia.
Lázaro es un superviviente que, para sobrevivir según cierta lógica del capitalista, del que acumula riquezas por la propia inercia de acumularlas, debe hacerse cabrón. Al final de la novela, en su sentido literal: cornudo por supervivencia. En el resto, aludiendo al sentido más popular, es cabrón porque siempre parece estar maquinando alguna maldad no tanto para castigar a los aún más cabrones que ejercen dominio sobre él, que también, sino para conseguir comer. Lázaro es un pobre desgraciado que queda huérfano por intención de su madre de darle una vida, condenándolo a la desdicha en la cual sólo puede prosperar con engaños y malicia; el ascensor social no existe, son los padres.
El lazarillo de Tormes es al renacimiento lo que Godspeed You! Black Emperor a la “posmodernidad”: una mirada auténtica, sin ironía ni idealización, aunque sí mucho humor, de la vida cotidiana que tienen que vivir una inmensa mayoría de personas. La celestina es brillante, pero trata sobre los picores de la aristocracia —que, en otra dimensión diferente, también serviría para desmitificar la condición ideal, casi religiosa, de la aristocracia, lo cual sería un obvio punto en común con Lazarillo—. Con Lázaro sin embargo vivimos los sinsabores de ser un joven sin dinero ni padrino, arrojado a un mundo donde los credenciales son papel mojado si no vienen acompañados de la estrella de un nacimiento privilegiado, de unos padres con renombre. Nada que ver con las masturbatorias fantasías de progreso social de la literatura de la época, y de los ideales de hoy, que nos condicionan para hacer una lectura errónea de la novela: Lázaro necesita engañar por vago, por no querer trabajar. Una falsedad evidente para quien lea la misma.
Decir que la historia de Lázaro es la historia del joven medio español actual, no sería una boutade. La novela carga tintas contra todos los estratos sociales, pero siempre subrayando una misma idea común que queda enhebrada a lo largo de toda la obra: la mezquindad de los hombres que poseen el dinero. No hay futuro.
Lázaro roba, engaña y miente para poder sobrevivir en una sociedad enferma que sospecha del pobre porque «algo habrá hecho» y del pícaro porque «es un vago». No se les da una oportunidad, un intento de unirse a la sociedad, sino que se pretende que vivan eternamente de aire o de un trabajo que ni existe ni se le espera; el pícaro, aquel que cada vez abunda y va a abundar más en el país, es el que vive a pesar de que todos le retiran la mano —y, en algunos casos, le dan una patada— para que pueda subir al “tren del progreso”. Al pícaro le retiran hasta el pan de la mesa. Por eso es fácil decir que es un vago porque no emprende, no trabaja, no se busca la vida: el joven que emigra es por diversión, el joven que roba es por delincuente, el joven que no se va de casa de sus padres es porque es un vago. En ese sentido no es sólo que El lazarillo de Tormes sea una novela que se ha leído mal, sino que además esa mala lectura demuestra una comprensión nula de nuestra situación actual: nuestros mayores no entienden lo que ocurre. ¿Cómo cambiar el mundo si no se entiende?¿Cómo entender el mundo, más complejo que cualquier texto, si no se comprenden ni los textos?
Leer, o hacer leer, El lazarillo de Tormes es hoy un acto de disidencia. En un tiempo donde abundan las críticas sociales, las novelas con vocación de convertirse en el nuevo El asno de oro —salvo que sin la mano experimental de Lucio Apuleyo—, ninguna supera a Lázaro en lo crudo, bello y divertido de su exposición de las miserias inherentes al mundo bajo el yugo del capital: en el siglo XVI o en el XXI, el pícaro sigue siendo el héroe que encuentra su camino destruyendo cuantas convenciones sociales, políticas o religiosas le impiden tener aquello que merece por haber nacido: la oportunidad de una vida.
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