Etiqueta: chiste

  • Asedio interior del espacio interior. Sobre «La casa de hojas» de Mark Danielewski

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    En al­gún mo­men­to pa­sa­do, Gaston Bachelard se per­ca­tó de una pe­cu­lia­ri­dad del es­pa­cio: el es­pa­cio in­te­rior siem­pre re­sul­ta de­ma­sia­do an­gos­to mien­tras el ex­te­rior siem­pre re­sul­ta des­me­di­do. O lo que es lo mis­mo, nos abu­rri­mos de lo co­no­ci­do pe­ro da­mos por he­cho lo in­com­pren­si­ble y pe­li­gro­so de lo por co­no­cer. Es ló­gi­co. Lo es no tan­to por­que nues­tro es­pa­cio in­te­rior sea an­gos­to, sino por lo con­tra­rio: el in­te­rior es siem­pre una ca­sa más gran­de que su ex­te­rior, por­que el úni­co hom­bre que es más plano en su men­te que lo que pue­de mos­trar sus ojos es­tá ya muer­to. Literal, o sim­bó­li­ca­men­te. Nuestro es­pa­cio in­te­rior siem­pre es el ex­te­rior pa­ra el otro, por eso lo que nun­ca pu­do vis­lum­brar Bachelard —o sí, só­lo dán­do­lo por en­ten­di­do— es que si afue­ra siem­pre es des­me­di­do, vi­vi­mos siem­pre afue­ra. Cuando ce­rra­mos las puer­tas de nues­tra ciu­da­de­las in­te­rior, es cuan­do co­mien­za el asedio.

    Ese ase­dio bien po­dría de­no­mi­nar­se La ca­sa de ho­jas, por lo que tie­ne de ex­plo­ra­ción es­pa­cial la obra de Mark Danielewski. Como una fuer­za ines­ta­ble de pu­ra os­cu­ri­dad, des­tri­pa ese es­ta­do don­de cual­quier in­je­ren­cia de lo des­me­di­do no pue­de na­cer nun­ca del ex­te­rior; el mal na­ce del in­te­rior, el mal es el es­pa­cio in­te­rior: co­mo en cual­quier ase­dio, lo te­rro­rí­fi­co de La ca­sa de ho­jas no na­ce de la ame­na­za ex­te­rior —en el ca­so del li­bro, el hy­pe o el for­ma­to con el cual se nos pre­sen­ta— sino de las ten­sio­nes in­ter­nas que sur­gen a raíz del mis­mo —en el ca­so del li­bro, el con­te­ni­do es­tric­ta­men­te literario — .

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  • Nada hay que la risa no mejore. Pensando «Clue» de Jonathan Lynn

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    Quizás por­que evi­ta­mos de for­ma cons­tan­te pen­sar en nues­tra pro­pia mor­tan­dad, en que no so­mos se­res ni in­mor­ta­les ni in­ven­ci­bles, te­ne­mos pro­pen­sión ha­cia ig­no­rar los te­mas más cru­dos de la exis­ten­cia: la muer­te, pe­ro tam­bién cual­quier for­ma de fra­ca­so de lo que da­mos por he­cho —en­ten­dien­do por co­sas que da­mos por he­cho la vi­da, la ra­zón o las nor­mas so­cia­les, por eso nos ha­cen gra­cia el hu­mor ne­gro, el hu­mor ab­sur­do y el hu­mor cos­tum­bris­ta — , de lo que su­po­ne­mos in­fa­li­ble. No hay na­da di­ver­ti­do en ello, no son co­sa de ri­sa. O al me­nos se­ría así sino fue­ra por el he­cho de que esos mis­mos te­mas los abor­da­mos de for­ma sis­te­má­ti­ca al res­pec­to del hu­mor, el cual aca­ba nu­trién­do­se siem­pre de aque­llos as­pec­tos más os­cu­ros de la vi­da: la muer­te, que es el fra­ca­so de la vi­da; la es­tu­pi­dez, que es el fra­ca­so de la in­te­li­gen­cia; o la en­fer­me­dad, que es el fra­ca­so de la sa­lud. Todo hu­mor es cruel y, aquel que se pre­ten­de blan­co, des­pro­vis­to de to­da mal­dad, só­lo es­tá des­es­ti­man­do su pro­pia pers­pec­ti­va al res­pec­to —¿qué tie­ne de cruel un chis­te don­de la ra­zón que­da im­pe­li­da? Que la ra­zón que­da im­pe­li­da; aque­llos irra­cio­na­les, o di­rec­ta­men­te es­tú­pi­dos, son ob­je­tos de la cruel­dad del hu­mor en tal ca­so — . ¿Qué es la co­me­dia si no bus­car la co­mi­ci­dad en aque­llos even­tos que po­co tie­nen de gra­cio­sos? Nadie se ríe de las co­sas ino­fen­si­vas, del triun­fo de la ló­gi­ca, por­que lo úni­co gra­cio­so es aque­llo que de fac­to no lo es. Tenemos tre­men­dos chis­tes so­bre el Holocausto por­que no es gra­cio­so, por­que es ate­rra­dor e in­so­por­ta­ble. Por eso más va­le reír­se an­te lo in­có­mo­do de su existencia.

    Jonathan Lynn asu­me es­ta po­si­ción pa­ra, a tra­vés de un ro­deo tan efec­ti­vo co­mo ab­sur­do, po­ner en fun­cio­na­mien­to los me­ca­nis­mos del hu­mor: co­ge las pre­mi­sas del Cluedo, el jue­go de me­sa pa­ro­dia de la li­te­ra­tu­ra y el ci­ne de­tec­ti­ves­co, pa­ra con­ver­tir­lo en una co­me­dia. ¿Por qué des­de el jue­go de me­sa y no des­de las pre­mi­sas de la no­ve­la ne­gra, que son tan­to o más fa­mi­lia­res pa­ra el es­pec­ta­dor que el jue­go? Porque és­te se nos pre­sen­ta co­mo una re­duc­ción al ab­sur­do de los ele­men­tos cla­ve del gé­ne­ro; Lynn no ne­ce­si­ta des­con­tex­tua­li­zar en tono pa­ró­di­co gui­ños al es­pec­ta­dor de gé­ne­ro, co­sa que ocu­rre igual­men­te, sino que jue­ga con el ab­sur­do de la re­crea­ción me­ta­tex­tual del mis­mo. Es un jue­go, no­so­tros sa­be­mos que es un jue­go, es pro­cli­ve a ser com­pren­di­do co­mo tal y, en tan­to hu­mo­rís­ti­co, se com­pren­de en su par­ti­cu­lar di­men­sión de la co­me­dia: el jue­go humorístico.

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  • La locura de Batman. Sobre símbolos, risas maniacas y el mutualismo murciélago-payaso (II)

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    La bro­ma ase­si­na, de Alan Moore

    Si pre­ten­de­mos ha­blar de la lo­cu­ra se nos ha­rá ne­ce­sa­rio, an­tes de na­da, de­ter­mi­nar si la lo­cu­ra se pue­de dar en un es­ta­do pri­me­ro de na­tu­ra­le­za, si exis­ten lo­cos que na­cen lo­cos en sí, o si to­da lo­cu­ra es una con­for­ma­ción que se va crean­do con el pa­so del tiem­po por las cir­cuns­tan­cias da­das en el mun­do. Bajo es­ta te­si­tu­ra la po­si­ción del Joker se nos pre­sen­ta co­mo mu­cho más os­cu­ra y pro­ble­má­ti­ca de lo que has­ta aho­ra se nos ha­bía plan­tea­do ‑pues, en tan­to des­co­no­ce­mos su pa­sa­do o sus mo­ti­va­cio­nes reales, só­lo sa­be­mos que es un lo­co que es lo­co en tan­to siem­pre lo he­mos co­no­ci­do en tan­to tal. Por su­pues­to po­dría­mos afir­mar que el Joker es un ar­que­ti­po de la lo­cu­ra en sí, de una lo­cu­ra na­tu­ral no in­du­ci­da, ya que lo he­mos co­no­ci­do siem­pre des­de esa po­si­ción de su pro­pia exis­ten­cia­li­dad; el Joker es­tá na­tu­ral­men­te lo­co por­que de he­cho nun­ca he­mos co­no­ci­do una po­si­ción mis­ma de su ser-en-el-mundo que fue­ra pre­té­ri­ta o pos­te­rior de la lo­cu­ra mis­ma. Ahora bien, só­lo sa­be­mos aque­llo que se nos di­ce so­bre él en los có­mics ‑lo cual, por otra par­te, ya su­po­ne una vi­sión ses­ga­da: en tan­to ar­que­ti­po de vi­llano es di­fi­cil que ha­ya un in­te­rés en ca­rac­te­ri­zar­lo más allá del bi­na­ris­mo bien-mal en el cual se ve re­clui­do en es­ta se­gun­da posición- por lo cual, si exis­te en al­gu­na par­te una jus­ti­fi­ca­ción pa­ra su es­ta­do, es­ta se ha­brá de de­sa­rro­llar en el seno del có­mic mismo.

    Precisamente des­de es­ta pers­pec­ti­va, la del có­mic pa­ra el có­mic, es don­de nos en­con­tra­mos con uno de los pun­tos ne­gros más lla­ma­ti­vos al res­pec­to de la fi­gu­ra del Joker ya que, aun cuan­do co­no­ce­mos a la per­fec­ción aque­llo que con­vi­do a Bruce Wayne en con­ver­tir­se en Batman, des­co­no­ce­mos que es lo que hi­zo del Joker lo que es en sí mis­mo; a prio­ri des­co­no­ce­mos aque­llo que ha­ce del Joker el Joker en tan­to tal. Aquí ten­dría­mos, esen­cial­men­te, tres po­si­bi­li­da­des pa­ra sa­ber que ocu­rre: a pri­me­ra de ellas se­ría que en al­gún có­mic se nos na­rra­ra la vi­da an­te­rior a la lo­cu­ra del Joker, por lo cual po­dría­mos de­cir que la lo­cu­ra en el mis­mo es un es­ta­do in­du­ci­do y no na­tu­ral per sé; la se­gun­da de ellas se­ría que de he­cho él ya na­cie­ra com­ple­ta­men­te lo­co, por lo cual no ha­bría más que es­tu­diar al res­pec­to; la ter­ce­ra y úl­ti­ma se­ría que ja­más se ha­ya da­do una ex­pli­ca­ción a és­te res­pec­to y sea, sim­ple­men­te, un ar­que­ti­po va­cia­do de to­da sig­ni­fi­ca­ción más allá de su lo­cu­ra misma.

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