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  • Manifiesto kagebara. Siete flujos del cuerpo de estómago sombrío

    null1. Aunque la ma­yo­ría pre­fe­ri­rían po­der ol­vi­dar­lo por pu­ra con­ve­nien­cia, hu­bo un tiem­po en que el cie­lo era ro­sa; no un tiem­po pa­sa­do, un tiem­po don­de se po­día res­pi­rar la no­che du­ran­te el día. Aunque to­dos con­si­gan ol­vi­dar­lo, no­so­tros no ol­vi­da­mos; la hu­ma­ni­dad pue­de lan­zar­se al uní­sono a las vías del pro­gre­so, no­so­tros aún abra­za­mos los úl­ti­mos es­ter­to­res del día pa­ra im­buir­nos en el con­ges­tio­na­do ro­sa que aún ti­ti­la en el mun­do. null 2. Amamos la vio­len­cia, la des­truc­ción, el mo­vi­mien­to de obli­te­ra­ción. No te­ne­mos cui­tas, sal­vo los ríos de san­gre y las vís­ce­ras re­co­rrien­do las ca­lles; no te­ne­mos ór­ga­nos, sino cuer­pos: no so­mos zom­bies, por­que no en­con­tra­mos ali­men­to en la ani­qui­la­ción aje­na. En la au­to­ne­ga­ción del yo, de la vi­da, del mun­do. Destruimos só­lo pa­ra vol­ver a crear, he­ri­mos só­lo pa­ra sa­nar. (más…)

  • Los límites de la razón. Una lectura sobre la necesidad del caos a través de la teogonía de Hesiodo.

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    Una de las prin­ci­pa­les pro­ble­má­ti­cas cuan­do de­ci­mos que el uni­ver­so es caó­ti­co es que la im­pre­sión ge­ne­ral que tie­nen los hu­ma­nos al res­pec­to de la fí­si­ca es la con­tra­ria: to­do cos­mos es siem­pre or­de­na­do. La reali­dad que nos em­bar­ga la fí­si­ca, a la par que otras cien­cias, nos di­ce en reali­dad que to­do sis­te­ma pa­sa del or­den ha­cia el des­or­den de for­ma na­tu­ral ‑lo cual, ade­más, po­drá ates­ti­guar cual­quie­ra que ten­ga que man­te­ner una ca­sa lim­pia y or­de­na­da: la ten­den­cia na­tu­ral de las co­sas, in­clu­so cuan­do no se ha­ce na­da en ellas, es el des­or­den. Esta idea pri­me­ra de caos, que prác­ti­ca­men­te nos re­mi­te ha­cia to­do su­ce­de se­gún dis­cor­diaKirk G.S., J.E. Raven y M. Schofield. Los fi­ló­so­fos pre­so­crá­ti­cos. Madrid, 1987. Gredos, DK 22 B 8.he­ra­cli­tiano ‑y lo ha­ce por­que, de he­cho, ese pa­so del or­den al des­or­den es el acon­te­ci­mien­to de dis­cor­dia esencial‑, ten­dría una in­fluen­cia no­ta­ble en nues­tra pers­pec­ti­va al res­pec­to del mun­do y, es por ello, que nos obli­ga a re­mi­tir­nos ya no tan­to ha­cia la fí­si­ca con­tem­po­rá­nea co­mo ha­cia al­go mu­cho an­te­rior: la teo­go­nía grie­ga for­mu­la­da por Hesiodo.

    La dua­li­dad co­mo prin­ci­pio esen­cial del mun­do se­ría la ba­se de to­do el pen­sa­mien­to grie­go, los cua­les siem­pre par­ti­rían de un an­ta­go­nis­mo esen­cial co­mo el que no­so­tros he­mos rea­li­za­do (orden-caos) pa­ra to­das las ca­te­go­rías del mun­do; el bi­na­ris­mo es un con­cep­to he­re­da­do de la vi­sión grie­ga del mun­do. La pri­me­ra y más cla­ra de las opo­si­cio­nes que po­dría­mos en­con­trar en el mun­do grie­go es cuan­do Hesíodo nos ha­bla de los dio­ses de la luz y la os­cu­ri­dad -los hi­jos de la os­cu­ra Noche, Hipnos y Tánato, te­rri­bles dio­ses; nun­ca el ra­dian­te Helios les alum­bra con sus ra­yos al su­bir al cie­lo ni al ba­jar del cie­loHesíodo. Obras y frag­men­tos. Madrid, 1983. Gredos (Teogonía, pp. 69 – 113), p. 79- don­de ya de en­tra­da nos acer­can ha­cia un con­cep­to clá­si­co de or­den y caos a tra­vés de otra di­co­to­mía no me­nos clá­si­ca: la de luz y os­cu­ri­dad. Pues, en es­ta con­fron­ta­ción, en­con­tra­mos uno de los re­fe­ren­tes cla­ves pa­ra la que nos in­tere­sa; la im­po­si­bi­li­dad exis­ten­cial de un as­pec­to sin el otro. Para los grie­gos, y pa­ra no­so­tros por ex­ten­sión, el dua­lis­mo par­te siem­pre de una re­la­ción dia­léc­ti­ca don­de hay una te­sis y una an­tí­te­sis, dos for­mas opues­tas en sí mis­mas, que só­lo en su sín­te­sis per­fec­ta se com­pren­der de un mo­do pleno co­mo tal; la luz só­lo co­bra sen­ti­do cuan­do ilu­mi­na aque­llo que es os­cu­ro, pe­ro la os­cu­ri­dad só­lo se nos pre­sen­ta cuan­do hay luz que arro­je som­bras pa­ra co­no­cer la oscuridad.

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  • el sexo como catalizador de lo homogeneizante

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    Uno de los de­ba­tes que se re­cuer­da con más fuer­za de la mo­der­ni­dad es so­bre la pro­pia con­di­ción hu­ma­na. Puede ser que es­tos naz­can en un es­ta­do na­tu­ral de paz y se con­vier­ten en se­res per­ver­sos en la so­cie­dad con Rousseau a la ca­be­za o sin em­bar­go si la na­tu­ra­le­za hu­ma­na es la gue­rra to­dos con­tra to­dos y só­lo en la re­pre­sión so­cial se en­cuen­tra la paz se­gún Hobbes. Pero pre­fe­ri­mos de­jar la elec­ción de quien tie­ne ra­zón en ma­nos del más con­tro­ver­ti­dos de los hu­ma­nis­tas po­si­bles, Suehiro Maruo, en su adap­ta­ción del re­la­to La Oruga de Edogawa Rampo.

    En es­ta os­cu­ra his­to­ria nos na­rran con un gus­to ex­qui­si­ta­men­te si­nies­tro el des­cen­so de una pa­re­ja ha­cia lo más re­cón­di­to de la na­tu­ra­le­za hu­ma­na a tra­vés de los más ex­tre­mos de los su­ce­sos: la mu­ti­la­ción de bra­zos y pier­nas de un hom­bre. Éste, im­pe­di­do tras su he­roi­cis­mo en la gue­rra, es ape­nas si una suer­te de oru­ga ab­so­lu­ta­men­te de­pen­dien­te de su es­po­sa, una mu­jer que no so­por­ta la nue­va con­di­ción ani­mal de su re­no­va­do aman­te. Una vez más Suehiro Maruo se con­cen­tra en la exhi­bi­ción del ero de­jan­do de la­do el gu­ro só­lo pa­ra una exhi­bi­ción par­ti­cu­lar­men­te vio­len­ta de mal­tra­to do­més­ti­co. Y es que aquí nos en­con­tra­mos con un Maruo en es­ta­do de gra­cia do­mi­nan­do de for­ma per­fec­ta no só­lo las for­mas fí­si­cas, esa se­xua­li­dad des­car­na­da de to­da hu­ma­ni­dad, sino tam­bién la re­crea­ción de si­nies­tros am­bien­tes na­tu­ra­les que re­fuer­zan el ago­bian­te rit­mo par­si­mo­nio­so de es­ta obra maes­tra. La vio­len­cia que des­ata en es­ta oca­sión es su­til, mu­cho más os­cu­ra que la me­ra vio­len­cia fí­si­ca, es la vio­len­cia emo­cio­nal que la mu­jer de la pos­tra­da oru­ga des­car­ga en ca­da uno de sus co­men­ta­rios; en ca­da una de sus miradas.

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