1. Aunque la mayoría preferirían poder olvidarlo por pura conveniencia, hubo un tiempo en que el cielo era rosa; no un tiempo pasado, un tiempo donde se podía respirar la noche durante el día. Aunque todos consigan olvidarlo, nosotros no olvidamos; la humanidad puede lanzarse al unísono a las vías del progreso, nosotros aún abrazamos los últimos estertores del día para imbuirnos en el congestionado rosa que aún titila en el mundo.
2. Amamos la violencia, la destrucción, el movimiento de obliteración. No tenemos cuitas, salvo los ríos de sangre y las vísceras recorriendo las calles; no tenemos órganos, sino cuerpos: no somos zombies, porque no encontramos alimento en la aniquilación ajena. En la autonegación del yo, de la vida, del mundo. Destruimos sólo para volver a crear, herimos sólo para sanar. (más…)
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Los límites de la razón. Una lectura sobre la necesidad del caos a través de la teogonía de Hesiodo.

Una de las principales problemáticas cuando decimos que el universo es caótico es que la impresión general que tienen los humanos al respecto de la física es la contraria: todo cosmos es siempre ordenado. La realidad que nos embarga la física, a la par que otras ciencias, nos dice en realidad que todo sistema pasa del orden hacia el desorden de forma natural ‑lo cual, además, podrá atestiguar cualquiera que tenga que mantener una casa limpia y ordenada: la tendencia natural de las cosas, incluso cuando no se hace nada en ellas, es el desorden. Esta idea primera de caos, que prácticamente nos remite hacia todo sucede según discordia
Kirk G.S., J.E. Raven y M. Schofield. Los filósofos presocráticos. Madrid, 1987. Gredos, DK 22 B 8. heraclitiano ‑y lo hace porque, de hecho, ese paso del orden al desorden es el acontecimiento de discordia esencial‑, tendría una influencia notable en nuestra perspectiva al respecto del mundo y, es por ello, que nos obliga a remitirnos ya no tanto hacia la física contemporánea como hacia algo mucho anterior: la teogonía griega formulada por Hesiodo.La dualidad como principio esencial del mundo sería la base de todo el pensamiento griego, los cuales siempre partirían de un antagonismo esencial como el que nosotros hemos realizado (orden-caos) para todas las categorías del mundo; el binarismo es un concepto heredado de la visión griega del mundo. La primera y más clara de las oposiciones que podríamos encontrar en el mundo griego es cuando Hesíodo nos habla de los dioses de la luz y la oscuridad -los hijos de la oscura Noche, Hipnos y Tánato, terribles dioses; nunca el radiante Helios les alumbra con sus rayos al subir al cielo ni al bajar del cielo
Hesíodo. Obras y fragmentos. Madrid, 1983. Gredos (Teogonía, pp. 69 – 113), p. 79 - donde ya de entrada nos acercan hacia un concepto clásico de orden y caos a través de otra dicotomía no menos clásica: la de luz y oscuridad. Pues, en esta confrontación, encontramos uno de los referentes claves para la que nos interesa; la imposibilidad existencial de un aspecto sin el otro. Para los griegos, y para nosotros por extensión, el dualismo parte siempre de una relación dialéctica donde hay una tesis y una antítesis, dos formas opuestas en sí mismas, que sólo en su síntesis perfecta se comprender de un modo pleno como tal; la luz sólo cobra sentido cuando ilumina aquello que es oscuro, pero la oscuridad sólo se nos presenta cuando hay luz que arroje sombras para conocer la oscuridad. -
el sexo como catalizador de lo homogeneizante

Uno de los debates que se recuerda con más fuerza de la modernidad es sobre la propia condición humana. Puede ser que estos nazcan en un estado natural de paz y se convierten en seres perversos en la sociedad con Rousseau a la cabeza o sin embargo si la naturaleza humana es la guerra todos contra todos y sólo en la represión social se encuentra la paz según Hobbes. Pero preferimos dejar la elección de quien tiene razón en manos del más controvertidos de los humanistas posibles, Suehiro Maruo, en su adaptación del relato La Oruga de Edogawa Rampo.
En esta oscura historia nos narran con un gusto exquisitamente siniestro el descenso de una pareja hacia lo más recóndito de la naturaleza humana a través de los más extremos de los sucesos: la mutilación de brazos y piernas de un hombre. Éste, impedido tras su heroicismo en la guerra, es apenas si una suerte de oruga absolutamente dependiente de su esposa, una mujer que no soporta la nueva condición animal de su renovado amante. Una vez más Suehiro Maruo se concentra en la exhibición del ero dejando de lado el guro sólo para una exhibición particularmente violenta de maltrato doméstico. Y es que aquí nos encontramos con un Maruo en estado de gracia dominando de forma perfecta no sólo las formas físicas, esa sexualidad descarnada de toda humanidad, sino también la recreación de siniestros ambientes naturales que refuerzan el agobiante ritmo parsimonioso de esta obra maestra. La violencia que desata en esta ocasión es sutil, mucho más oscura que la mera violencia física, es la violencia emocional que la mujer de la postrada oruga descarga en cada uno de sus comentarios; en cada una de sus miradas.