el sexo como catalizador de lo homogeneizante

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Uno de los de­ba­tes que se re­cuer­da con más fuer­za de la mo­der­ni­dad es so­bre la pro­pia con­di­ción hu­ma­na. Puede ser que es­tos naz­can en un es­ta­do na­tu­ral de paz y se con­vier­ten en se­res per­ver­sos en la so­cie­dad con Rousseau a la ca­be­za o sin em­bar­go si la na­tu­ra­le­za hu­ma­na es la gue­rra to­dos con­tra to­dos y só­lo en la re­pre­sión so­cial se en­cuen­tra la paz se­gún Hobbes. Pero pre­fe­ri­mos de­jar la elec­ción de quien tie­ne ra­zón en ma­nos del más con­tro­ver­ti­dos de los hu­ma­nis­tas po­si­bles, Suehiro Maruo, en su adap­ta­ción del re­la­to La Oruga de Edogawa Rampo.

En es­ta os­cu­ra his­to­ria nos na­rran con un gus­to ex­qui­si­ta­men­te si­nies­tro el des­cen­so de una pa­re­ja ha­cia lo más re­cón­di­to de la na­tu­ra­le­za hu­ma­na a tra­vés de los más ex­tre­mos de los su­ce­sos: la mu­ti­la­ción de bra­zos y pier­nas de un hom­bre. Éste, im­pe­di­do tras su he­roi­cis­mo en la gue­rra, es ape­nas si una suer­te de oru­ga ab­so­lu­ta­men­te de­pen­dien­te de su es­po­sa, una mu­jer que no so­por­ta la nue­va con­di­ción ani­mal de su re­no­va­do aman­te. Una vez más Suehiro Maruo se con­cen­tra en la exhi­bi­ción del ero de­jan­do de la­do el gu­ro só­lo pa­ra una exhi­bi­ción par­ti­cu­lar­men­te vio­len­ta de mal­tra­to do­més­ti­co. Y es que aquí nos en­con­tra­mos con un Maruo en es­ta­do de gra­cia do­mi­nan­do de for­ma per­fec­ta no só­lo las for­mas fí­si­cas, esa se­xua­li­dad des­car­na­da de to­da hu­ma­ni­dad, sino tam­bién la re­crea­ción de si­nies­tros am­bien­tes na­tu­ra­les que re­fuer­zan el ago­bian­te rit­mo par­si­mo­nio­so de es­ta obra maes­tra. La vio­len­cia que des­ata en es­ta oca­sión es su­til, mu­cho más os­cu­ra que la me­ra vio­len­cia fí­si­ca, es la vio­len­cia emo­cio­nal que la mu­jer de la pos­tra­da oru­ga des­car­ga en ca­da uno de sus co­men­ta­rios; en ca­da una de sus miradas.

Y jus­to aquí es don­de se des­ata to­do el pá­ni­co que exuda la obra en ca­da una de sus pá­gi­nas. Ya des­de la con­tra­po­si­ción en­tre la na­tu­ra­le­za y la so­cie­dad, el asil­ves­tra­do jar­dín y la aco­ge­do­ra­men­te os­cu­ra ca­sa fa­mi­liar, nos en­con­tra­mos con la eter­na po­si­bi­li­dad de la des­truc­ción. Las re­la­cio­nes en­tre la pa­re­ja len­ta­men­te se van con­vir­tien­do en una se­xua­li­dad des­ata­da, ani­mal, pe­ro muy le­jos de ani­dar en el te­rreno de la na­tu­ra­le­za se si­túan en ese mun­do pu­ra­men­te hu­mano. En el ig­no­rar cual­quier con­ven­ción so­cial, en el des­atar sus pa­sio­nes de for­ma li­bre, crean un es­pa­cio más allá de la vi­da que les per­mi­te ser sin ne­ce­si­dad de ser juz­ga­dos. O al me­nos to­do es así has­ta que se pre­ci­pi­ta el fi­nal cuan­do la oru­ga hu­ma­na, pri­va­da de to­dos sen­ti­dos, aca­ba con la his­to­ria lan­zán­do­se a la ab­so­lu­ta os­cu­ri­dad de un po­zo. Esta vuel­ta ha­cia los dos mun­dos es con­tra­ria a la que en prin­ci­pio se nos sus­ci­ta­ba, mien­tras el hom­bre mu­ti­la­do se es­con­de en la na­tu­ra­le­za con la be­ne­vo­len­cia re­bo­san­do su co­ra­zón su es­po­sa es in­ca­paz de sa­lir de la ci­vi­li­za­ción; el lu­gar don­de la vio­len­cia se ha­ce pa­ten­te co­mo dominación.

Sólo en la so­cie­dad, re­pre­si­va por de­fi­ni­ción, es po­si­ble la uto­pía del hom­bre y, a su vez, el lu­gar don­de ne­ce­sa­ria­men­te de­be aca­bar con la muer­te de la mis­ma. El es­ta­do de na­tu­ra­le­za, al fi­nal, es el úni­co lu­gar don­de pue­de ha­bi­tar lo ra­ro, lo di­fe­ren­te, lo otro, sino quie­re ser ex­ter­mi­na­do de un ho­mo­ge­ni­zan­te es­ta­do de ser co­mo los de­más. Y es que al fi­nal, lo au­tén­ti­ca­men­te im­por­tan­te, es ape­lar al ca­rác­ter utó­pi­co del en­ten­di­mien­to li­bre fue­ra de la sin­gu­la­ri­za­ción. En la uto­pía se en­cuen­tra el ca­rác­ter pu­ra­men­te humano.

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