En tanto animales, los seres humanos tenemos en nuestro interior una serie de instintos que hacen de nuestras reacciones algo volátil, confuso e imprevisible, que no siempre podemos controlar de forma razonable. Aunque ese no es el único problema con nuestro subconsciente. También nuestros sentimientos se suelen asociar con aspectos que rara vez podemos dilucidar conscientemente, haciendo que la razón, la capacidad que nos separa del resto de los animales, resulte, en el ámbito personal, algo demasiado difuso en la mayor parte de los aspectos de nuestra vida; aunque capaces de dominar nuestros propios instintos, no del todo irracionales por extensión, nuestro problema es que, en no pocas ocasiones, decidimos dejarnos llevar por nuestro lado animal en vez de dejar que la consciencia haga su trabajo. A veces no queremos escuchar lo que tiene que decir el sentido común sobre nuestros actos. De ahí que el problema sea, en último término, doble: que ni hemos eliminado del todo nuestros instintos ni somos capaces siempre de dominarlos.
A Edogawa Ranpo le gusta jugar en los límites de lo racional, el punto en el que el sinsentido se encuentra con las circunstancias extremas que puede depararnos nuestra existencia. Aunque sinsentido no significa necesariamente animalismo. Ranpo observa los límites de forma sosegada, siempre con un pie en la razón y otro en la sinrazón, para hilar todo desde un acercamiento puramente intelectivo, basado en una narrativa sutil: está tan interesado por presenciar la degradación de un ser humano virtuoso o racional en un monstruo incapaz de cumplir sus deseos sin autoinmolarse, como la escena contraria, haciendo de alguien reducido hasta la pura animalidad un ser más racional que cualquier otro pretendidamente humano.