Graffiti, de Julio Cortazar
Aunque en nuestra sociedad presente el graffiti ya esté prácticamente estandarizado como para no crear una sorpresa social notoria, no así en el ámbito puramente político, sigue poseyendo un poder de fascinación extraño dentro de su propio seno. Cuando asistimos a una pintada en una pared, por tosca o poco elaborada que sea, no nos cuesta satisfacer la curiosidad de que nos indica ese mensaje expuesto en público; la curiosidad del hombre se ve desatada en el proceso del desentrañar la importancia del graffiti, su valor inherente de lo que intenta comunicarnos. Es precisamente ahí de donde nace la incapacidad del ámbito político de entender la importancia del mismo, pues precisamente éste deslegitima toda separación público-privado que las castas políticas mantienen como realidades absolutas: el graffitero es una fuerza sugestiva en tanto expresa una opinión (privada) libremente en un ámbito (público) que no está creado para verter de opinión mediante ningún medio, o al menos así es hipotéticamente. Es por ello que cuando el ministro Jorge Fernández Díaz denomina al graffiti como violencia urbana está declamando que, de hecho, el simbolismo de la comunicación pública es un acto de violencia sociopolítica.
Aunque muchos se escandalizaran, las palabras del señor ministro no podrían ser más exactas. El graffiti es violencia urbana en tanto disrupte los sentidos comunes que se confieren al espacio público normalmente, poniendo en debate de forma pública aquello que pertenece de forma estricta al ámbito privado según las fuerzas dominantes; el graffiti ostenta su propia creación de valores, una declamación de una actitud informacional de su creador, que en su performatividad expresa algo sobre el mundo que permanece oculto. Desde la vindicación genérica de la firma del graffitero, que coloniza la ciudad como suya en éste acto ‑lo cual es en sí el acto de subversión mínima de la disciplina: la apropiación de lo público donde ejercer una consideración privada‑, hasta la vindicación específica de las formas artísticas con un más marcado acento político-social ‑por ejemplo, Banksy, el graffiti siempre se sitúa como una creación violenta que disrupte los códigos políticos poniendo en cuestión la normatividad social.