No hay figura más problemática en el presente que la del vampiro. Como hombre eterno que nunca decae, siempre se mantiene, pero necesita vivir de la humanidad a pesar de ser cada vez más ajeno de ésta, su existencia es paradójica; es mortal, porque puede morir, pero es ajeno a la mortalidad, porque todas sus relaciones con la humanidad son siempre transitorias, efímeras. Incluso si a lo largo del tiempo es capaz de adaptarse, vivirá una eternidad de muerte tras sus espaldas. El vampiro es más humano que la mayoría de nosotros porque está más sumergido en la angustia, en la ausencia de todo referente anterior (porque ya ha caído) o posterior (porque le es ajeno), de lo que ningún mortal podría soportar jamás. No-muertos incluidos. Si sumamos a la ecuación que vivimos en el tiempo donde la solidez parece haberse desmoronado, toda existencia está puesta en tela de juicio desde el mismo momento que pretende ser vivida según cualquier código, aunque sea el suyo propio.
Hablar de The Lost Boys es hablar de la perdida de todo gran relato en la contemporaneidad. Viviendo en un tiempo donde se ha deconstruído todo, donde ningún discurso se ha librado de estar bajo sospecha —incluso, no sin ironía, la deconstrucción: todo lo que hicieron los críticos más brillantes de la deconstrucción es deconstruirla — , somos como niños de fiesta perpetua al haber matado al padre y enterrarlo en el sótano: nada es verdad, todo está permitido. ¿Qué ocurre entonces con las grandes figuras del XIX, como la del vampiro, en nuestro tiempo? Que necesitamos re-pensarlas, volver a darles una significación que ya ha desaparecido para sí: Drácula es Casanova y, en tanto la seducción ya no es el punto omega de elegancia, necesita ser James Dean. Es necesario convertir la figura del vampiro en otra cosa.