No hay figura más problemática en el presente que la del vampiro. Como hombre eterno que nunca decae, siempre se mantiene, pero necesita vivir de la humanidad a pesar de ser cada vez más ajeno de ésta, su existencia es paradójica; es mortal, porque puede morir, pero es ajeno a la mortalidad, porque todas sus relaciones con la humanidad son siempre transitorias, efímeras. Incluso si a lo largo del tiempo es capaz de adaptarse, vivirá una eternidad de muerte tras sus espaldas. El vampiro es más humano que la mayoría de nosotros porque está más sumergido en la angustia, en la ausencia de todo referente anterior (porque ya ha caído) o posterior (porque le es ajeno), de lo que ningún mortal podría soportar jamás. No-muertos incluidos. Si sumamos a la ecuación que vivimos en el tiempo donde la solidez parece haberse desmoronado, toda existencia está puesta en tela de juicio desde el mismo momento que pretende ser vivida según cualquier código, aunque sea el suyo propio.
Hablar de The Lost Boys es hablar de la perdida de todo gran relato en la contemporaneidad. Viviendo en un tiempo donde se ha deconstruído todo, donde ningún discurso se ha librado de estar bajo sospecha —incluso, no sin ironía, la deconstrucción: todo lo que hicieron los críticos más brillantes de la deconstrucción es deconstruirla — , somos como niños de fiesta perpetua al haber matado al padre y enterrarlo en el sótano: nada es verdad, todo está permitido. ¿Qué ocurre entonces con las grandes figuras del XIX, como la del vampiro, en nuestro tiempo? Que necesitamos re-pensarlas, volver a darles una significación que ya ha desaparecido para sí: Drácula es Casanova y, en tanto la seducción ya no es el punto omega de elegancia, necesita ser James Dean. Es necesario convertir la figura del vampiro en otra cosa.
Joel Schumacher se arroga en la figura del vampiro desde la visión clásica no por parodiar o re-interpretar, sino actualizar. Sin desvaríos ni ironía de «todo vale», sí con mucho socarronería —ejemplificado de forma particular en el momento clave de la película: si descubriéramos la existencia de vampiros, nuestras guías de supervivencia serían los cómics de terror; gag, pero también visión lúcida sobre la humanidad: aprendemos más por ficciones que por ensayos — , oculta la entidad del vampiro hasta los últimos estertores de la película. Conocemos a la cuadrilla no por sus fechorías con colmillos, sino por aquello que ejemplifican: las bandas adolescentes, la maldad nacida del más absoluto desarraigo con el mundo. Mundo, de nuevo, anterior o posterior. Son vampiros sólo en la medida de adolescentes, o viceversa: figuras trágicas, ajenas a la ley, a la vista de todos pero parte inherente de la sociedad: los vampiros también son personas. Figura ya no romántica de seductor, metáfora de la libido traída a la superficie en ambos géneros a través del fluir de la sangre, sino como su contrario epigónico: el vampiro como figura romántica pero no la de seductor, sino la de rebelde. ¿Quién se rebela hoy contra los estrictos jardines del pudor victoriano? Alguien demasiado naïf para su tiempo.
Para crear esa figura del rebelde, que a priori no asociamos en grado alguna a los no-muertos, es lógico que necesite tomarse su tiempo. Pausada, que no lenta, The Lost Boys construye su discurso jugando sus cartas al hacer que se confundan de forma constante texto y subtexto; sabemos que son vampiros, pero Schumacher hace que cale en nosotros la idea de que son rebeldes sin causa. He ahí su magia. Donde cualquier otro se hubiera precipitado en mostrarnos los vampiros, cómo destripan o se alimentan de alguna joven inocente —lo cual es la antítesis del vampiro; el logro de The Lost Boys es que sus vampiros puedan ser los nietos de Drácula—, su presencia como tal se retrasa hasta bien entrado el ecuador de la película; California, tierra de vampiros: se sabe, se habla, pero no se hace nada. ¿Por qué? Porque son niños abandonados, niños perdidos, haciendo del subtexto de los rebeldes la actualización de la figura del vampiro: niños sin madre y de padre ausente. Convertidos a la soledad eterna, a la mortalidad sin posibilidad de muerte, su única posibilidad de acción auténtica es hacer piña común con los otros. Crean sus propias leyes, no vivir bajo el mandato de ley alguna, porque es el único modo tolerable para pasar una eternidad exenta de relaciones (inmortales) con el mundo.
Padre soltero busca madre para niños perdidos; si tiene familia propia, mejor: ha estado ausente, necesita insuflar de vida a la familia. El padre da vida de forma equívoca sin madre. La necesidad de la familia, la ausencia por no poder darles lo que necesitan, no es más que la base de esa rebeldía: no hay familia, tradición o comunidad. Ante la ausencia de una familia, los niños perdidos se buscan su propia comunidad: la banda juvenil. ¿Cual es el problema? Que rebelarse está bien cuando hay referentes, pero que crecer rebelándose sin saber como actúan los adultos nos lleva hacia la eterna adolescencia: si estás siempre en casa haciendo lo que te da la gana, ¿cómo saber por donde empezar a limpiar los desperfectos? No se sabe, ¿donde está el padre poniendo límites para que tenga sentido? Atiborrándose de sangre buscando una madre que nunca estuvo.
Los niños perdidos somos nosotros. Sin figuras de autoridad, sin respeto por el canon o la comunidad, auspiciándonos en el «todo vale» y «todas las opiniones son igual de válidas», nos encontramos en medio de una fiesta que ha dejado de ser catártica para ser traumática. ¿Quién parará la fiesta y pondrá en orden la casa, aunque sólo sea por iniciar de nuevo la fiesta? No los padres, ausentes, de los niños, perdidos.
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