Existe cierta noción espuria de que todo está perfectamente compartimentado en dicotomías indisolubles. Al hombre le corresponde la mujer, a la noche el día y del mismo modo encontramos el fuego junto al agua, la tierra con el cielo y la verdad con la mentira. Salvo porque ese pensamiento puramente occidental, de raigambre hegeliana, nos mantiene atados a la convención de entender siempre como dominantes o dominados con respecto del otro, como si el intersticio, la extrañeza o el punto medio no existieran. Como si de hecho antes del día o la noche no existieran infinidad de gradaciones —tarde, noche, mañana, mediodía, atardecer, media mañana: escoja su orden temporal favorito y nombre categorías — , como si el mundo no fuera algo más complejo que el eterno reverso de lo mismo.
Eso se nos presenta de un modo particularmente trágico en la literatura. Cuando un escritor alcanza cierto éxito rompiendo con el discurso dominante de su tiempo, circunscribiéndose en alguna forma de vanguardia, siempre se le supone rompiendo de algún modo con la tradición. Lo cual es una gilipollez. En la narrativa no existe la posibilidad de romper los cánones clásicos en tanto existen cosas que deben ser así y no de otro modo, sin posible anverso de su reverso, pues para que una historia lo sea necesita tener algunos elementos esenciales: conflicto, personajes, resolución. Que esos elementos sean simbólicos, estén en su ausencia o sean utilizados de forma irónica es lo de menos; incluso cuando es su parodia o nada más que su negación, todo lo que parece literatura, todo lo que se puede leer y es inteligible para al menos una persona aparte de quien lo ha escrito, es, en última instancia, narrativa. Y por extensión no rompe, sino que empuja, las fronteras de lo posible en su campo.