Nada existe más tóxico para las bellas almas que el enfrentarse contra la alienante geometría perfecta de la modernidad. Si algo une definitivamente el capitalismo con el nazismo, el stalinismo con las monarquías ilustradas, es esa necesidad de convertir todo fundamento de realidad en una pura geometrización del sentido de la existencia: la naturaleza está para ser explotada, el hombre para triunfar sobre ella. O, al menos, aquellos que hayan nacido bajo cierto signo. He ahí la toxicidad que para un hombre sensible provocaría que cualquiera de las formas de organización social de la modernidad se introdujeran dentro de su ADN, pues en ellas no podría encontrar más que la perfecta angustia de un mundo que ha rechazo todo aquello que él representa. ¿Acaso hay sitio para el amor, el origen, el mito y la pasión en la geometría, en la falsa geometría que defienden quienes solucionan todo a través de la técnica? En palabras de Federico García Lorca, los dos elementos que el viajero capta en la gran ciudad son: arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia..
El sentido de Poeta en Nueva York debería articularse entonces bajo esa lectura de la ciudad, desde una perspectiva geométrica y existencial, como dos fuerzas antagónicas en contraposición que se encuentran sólo en su desencuentro: la geometría no crea ninguna condición existencial, sino la angustia ante su ausencia; la existencia no crea ninguna geometría, sino la posibilidad de creerse en una. Por eso la lectura de los poemas es caótica, angustiosa y extraña; Lorca nos sitúa en medio de una trituradora, deshaciendo nuestro cuerpo en sanguinoliento puré de desidia, para recrear esa absoluta ausencia de asideros a partir de los cuales poder constatar algún sentido para nuestra existencia. O algún sentido que vaya más allá del movimiento del capital.
El mascarón bailará entre columnas de sangre y de números, entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados que aullarán, noche oscura, por tu tiempo sin luces: geometría y angustia. La geometría de Wall Street, sus columnas de número, sus movimientos incognoscibles, oraculares, se constituyen como un asfaltar los ríos con los cadáveres de los hombres para que nada pueda recordarnos el reflejo de la luna; el único reflejo, el de los cristales que nos devuelven una mirada impúdica de nuestra propia angustia. La geometría devora toda posibilidad del sentido para hacernos olvidar el cielo, ese cierto momento de la vida, sumergiéndonos en la noche tornada oscura. ¿Y qué es el cielo? Las aspiraciones, el lugar sin límite, el vacío zen en el cual no está vaciado de todo, sino que está vacío de concretud: el cielo, como el mar o el océano, es aquello que está lleno de cosas en su vaciar; en él, existe la posibilidad del surgimiento de algo hasta ahora inexistente. Los rascacielos nos acercan al cielo, pero también los llenan de sí mismos.
Pero la obsesión de Lorca no es la angustia ni la geometría, es como se ha llegado hasta el punto en que se ha perdido el origen que articula la lucha contra la angustia que nos ha traído el olvido del ser por causa de la geometría. Por eso su interés por los negros, por los gitanos, por los outsiders. Si en el Romancero gitano rastreaba esa esencia española que nacía de cierta visión de la cultura gitana, aquí se nos presenta la cultura negra como el agridulce camino de una autenticidad perdida; no le tiembla el pulso a Lorca para afirmar sus prejuicios, como siente que los negros están fuera de lugar en el lugar de los blancos, pero tampoco para afirmar su admiración: no concibe la subyugación del negro a la geometría cuando él, está exento por principio de ésta —quizás por eso el negro cubano le parezca natural, en su propio contexto, al no estar oprimido por la técnica. ¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!. La advertencia de Lorca, es evidente: sois un pueblo noble, no hagáis con vuestra existencia lo que los americanos blancos han hecho con ella, como si eso fuera un avance hacia alguna parte que no fuera el abismo —con una vez en mente Motown y Obama, no es difícil juzgar la conveniencia de las palabras lorquianas.
Por eso reivindica la naturaleza de Whitman, de Thoreau, de Heidegger: la naturaleza llena sobre la cual crece el mundo, un mundo que le rinde tributo como el sustento a partir del cual éste puede nacer. Lo que le horroriza de Nueva York es como oblitera la naturaleza hasta convertirla en un mero objeto para uso del hombre. Por eso vuelve al campo, a la tierra, ese lugar donde entonces en España —e incluso, quizás, también ahora— se habitaba de forma natural; la tierra no es terreno para especular ni fuente para extraer materias primas: si el hombre no respeta la naturaleza, es porque no se respeta a sí mismo.
El mar, el cielo, la luna: todas las imágenes de naturaleza siempre nos remiten la tristeza de ese lugar perdido, de esa angustia que nace de la geometría de un mundo de la técnica que ha olvidado sus raíces bien profundas que anidan en la tierra. Pero no es pesimista, Lorca sabía que había de durar poco ese sistema, aunque hoy sigamos inmersos en él, porque en el camino hacia la extinción siempre giraremos antes de caer por el precipicio; la teoría de juegos, y muy especialmente el juego de la gallina, le saludan desde nuestro tiempo.
En Viena bailaré contigo con un disfraz que tenga cabeza de río. Ese podría ser el final no sólo de Pequeño vals vienés, sino también de Poeta en Nueva York: una vez hayamos huido de esa civilización destructiva, cuando volvamos a la tierra noble de Europa, tan antigua que aun recuerda los valores de la tierra, podremos bailar en un infinito devenir hacia el mar. Un lugar donde hay un fragmento de la mañana en el museo de la escarcha. El espacio donde aun existe la naturaleza como un lugar donde perderse, donde puede asistirse a él desde el mundo, el único lugar desde donde podemos apreciarla: la solución no es hacer colapsar la civilización, sino hacer reconciliar el mundo con el entorno, la civilización con la naturaleza. Sólo cuando consigamos aceptar que no hay camino futuro que no pase por esta reconciliación amorosa, comenzaremos a comprender por qué un alma sensible como Lorca se ahogaba de angustia tras la neoyorkina búsqueda de geometrización del cielo.
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