Durante décadas, el monstruo esencial del tiempo ha sido el zombie, metáfora de la otredad primero, metáfora de alienación después, hoy resulta tan popular que parece evidente como su significante ha sito obliterado de toda significación. El zombie está podrido. Quizás por ello no nos extrañe vivir con la generación joven que más medicación consume por problemas psiquiátricos, especialmente por TDA —Trastorno por Deficit de Atención para los profanos; convenientes siglas para medicar a niños y adultos por, ¡sorpresa!, comportarse como no-zombies según los foucaultianos — , que además resulta ser la más inmovilista, quizás por más acostumbrados al alprazolam, al escitalopram o al metilfenidato que a Karl Marx, David Ricardo o Max Stirner. Quizás resulta absurdo acusar de egotistas a los jóvenes por comportarse como zombies porque, en último término, éste se fundamenta por un movimiento comunitario del cual es parte; el zombie solo no vale nada, es como comunidad, como enjambre, como masa, donde encuentra valor autónomo. Nuestras generaciones más jóvenes no son zombies. Son la consciencia vacía de saberse ser o estar en un mundo donde existe algo o alguien más allá de sí mismos o, incluso, la vacía consciencia de saberse su propia existencia.
Lo que retrata Taipéi, como retrataban anteriores novelas de Tao Lin, como retrata cada vez con fruición más notoria —porque no hay distancia efectiva entre sus novelas, son una y la misma, no diferentes novelas, en tanto en todas ellas se busca exactamente el mismo propósito — , es la vida interior de las plantas de interior, de los jóvenes que han nacido con Internet y no pan bajo el brazo, y por ello son, o somos, de una consciencia de lo real sensiblemente diferente de la que poseen los hijos analógicos: no hacer nada no es descansar, sino aburrirse; la realidad es tan potencialmente infinita que a veces es más interesante saber qué ocurre en Taipéi que en tu barrio. Barrio que conoces y te resulta familiar, o no, porque puedes pasear con él con la nariz a un móvil pegado, ignorando el mundo exterior, conociendo mejor aquello que ocurre en Taipei que en tu barrio. Ese es el mundo que retrata Tao Lin ya no en Taipei, sino en su narrativa hasta el momento.
La base de toda esta lógica narrativa es el aburrimiento, camuflarse con el mismo, camuflarse en la nausea nerviosa. Nausea nerviosa que se introduce como un ataque hacia la performatividad clásica, que se introduce según vemos como ahora hay metáforas y elipsis y pulso narrativo que nos sacude y consigue crearnos un estado de permanente estupefacción que va más allá de la mera inacción, del aburrimiento como sobreacción, al situarse en una narrativa clásica. Lo interesante de Taipéi, lo que hay de singular en él, es esa concesión hacia las formas clásicas de la literatura que aparecían como ausentes en sus demás trabajos: aquí encontramos pretensión de poeticidad, metáforas, ritmo. Ritmo que sigue siendo adormilado, próximo al de un zombie metido de xanax, pero con una lógica subyacente que, en algún nivel, podría denominarse como literaria. Voluntad de estilo, no sólo mortal aburrimiento. Aburrimiento que, por irónico que resulte, es el retrato de la evasión del aburrimiento que busca provocar en el lector; aburrimiento que no es tal. ¿Por qué? Porque la sensación que habita tras sus paredes, cuando se rasca el estucado del mero aburrir, es una más profunda: la angustia. Teme la muerte, el sinsentido, los límites de la existencia; en tanto ésto sólo llega con el aburrimiento, más vale aburrirse que ser consciente de morir.
Detrás de la vida superficial que ofrece Internet, donde todos podemos conocer todo cuando sólo Google conoce, ¿qué queda? El horror, el horror. Nada hay salvo un abismo tan insondable como poco agradecido de explorar. Abismo que se conforma por la actitud siniestra de la superficialidad de nuestros actos, que no son superficiales por menos reales, sino por acumulación. La oferta es infinita y la atención finita, por lo cual es difícil profundizar en algo; ante la posibilidad de poder acceder a todo, ¿cómo limitarse sólo a uno o unos pocos campos?¿Cómo saber cuando parar antes de acabar sólo picoteando de forma tosca, superficial, sin jamás saber penetrar en conocimiento alguno?
He aquí la generación del aburrimiento: generación del aburrimiento porque definen su vida a través del aburrimiento, de evitarlo, de no dejarlo entrar en sus vidas; irónico: por no permitir aburrimiento hacen de toda existencia aburrimiento. Nada existe más allá de él, pues incluso hacer algo incide en el aburrimiento. Todo estímulo que no sea constante y vacío, un ahora absoluto, es confundido entonces en aburrimiento. Demasiadas preguntas para una generación que sólo sabe responder «no sé».
¿Cómo hablar del sinsentido de la existencia cuando ésta se nos presenta como una posibilidad infinita de experiencias que se tornan superficiales en tanto las agotamos todas por su propia infinitud? Jamás había ocurrido eso antes de nuestro tiempo. Somos pioneros en una nueva forma de angustia y, en ello, tenemos que descubrir como representarla; lo irrepresentable se representa a través de rodeos: las metáforas y juegos narrativos que desarrolla Tao Lin son, al fin, reflejo del espejo de vacuidad en el cual nos miramos cada mañana. Es siniestro porque el espejo de la vacuidad es vacuidad, o lo que es lo mismo: ¿se puede considerar un fracaso por aburrida una novela que trata sobre el aburrimiento absoluto, sobre la angustia, provocada por la posibilidad de infinito que tenemos pero no podemos alcanzar? Contestar esa pregunta contestará el valor intrínseco de la obra de Tao Lin: si el propósito de una novela es introducirnos en el estado anímico que pretende transmitirnos, la angustia apática, entonces Taipéi debe considerarse una obra maestra.
No sé.
No somos zombies, al menos ellos están muertos.
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