Etiqueta: Edogawa Rampo

  • Movimientos (totales) en el arte mínimo (XII)

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    Fraction (en Fraction)
    Shintaro Kago
    2013

    A ve­ces el fo­co de­ci­de si­tuar­se en las pe­ri­fe­rias de la nor­ma. Quizás por eso Shintaro Kago no só­lo ha­ya dis­fru­ta­do de re­cien­te po­pu­la­ri­dad en nues­tro país, sino que se ha asen­ta­do co­mo maes­tro den­tro de su cam­po: el ero-guro y la ex­pe­ri­men­ta­ción con el len­gua­je del có­mic. No le fal­tan ho­no­res pa­ra ser­lo. A pe­sar de que la tra­di­ción del ero-guro es des­co­no­ci­da en el país —si ex­clui­mos Suehiro Maruo y Edogawa Rampo, a los cua­les nun­ca se les ha da­do pe­so en el ám­bi­to cul­tu­ral, no se co­no­ce na­da — , al­go obs­ceno se­du­ce en su obra pa­ra que crí­ti­ca y pú­bli­co coin­ci­dan en las bon­da­des de un au­tor que cul­ti­va lo que, en teo­ría, es un man­ga de nicho. 

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  • el sexo como catalizador de lo homogeneizante

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    Uno de los de­ba­tes que se re­cuer­da con más fuer­za de la mo­der­ni­dad es so­bre la pro­pia con­di­ción hu­ma­na. Puede ser que es­tos naz­can en un es­ta­do na­tu­ral de paz y se con­vier­ten en se­res per­ver­sos en la so­cie­dad con Rousseau a la ca­be­za o sin em­bar­go si la na­tu­ra­le­za hu­ma­na es la gue­rra to­dos con­tra to­dos y só­lo en la re­pre­sión so­cial se en­cuen­tra la paz se­gún Hobbes. Pero pre­fe­ri­mos de­jar la elec­ción de quien tie­ne ra­zón en ma­nos del más con­tro­ver­ti­dos de los hu­ma­nis­tas po­si­bles, Suehiro Maruo, en su adap­ta­ción del re­la­to La Oruga de Edogawa Rampo.

    En es­ta os­cu­ra his­to­ria nos na­rran con un gus­to ex­qui­si­ta­men­te si­nies­tro el des­cen­so de una pa­re­ja ha­cia lo más re­cón­di­to de la na­tu­ra­le­za hu­ma­na a tra­vés de los más ex­tre­mos de los su­ce­sos: la mu­ti­la­ción de bra­zos y pier­nas de un hom­bre. Éste, im­pe­di­do tras su he­roi­cis­mo en la gue­rra, es ape­nas si una suer­te de oru­ga ab­so­lu­ta­men­te de­pen­dien­te de su es­po­sa, una mu­jer que no so­por­ta la nue­va con­di­ción ani­mal de su re­no­va­do aman­te. Una vez más Suehiro Maruo se con­cen­tra en la exhi­bi­ción del ero de­jan­do de la­do el gu­ro só­lo pa­ra una exhi­bi­ción par­ti­cu­lar­men­te vio­len­ta de mal­tra­to do­més­ti­co. Y es que aquí nos en­con­tra­mos con un Maruo en es­ta­do de gra­cia do­mi­nan­do de for­ma per­fec­ta no só­lo las for­mas fí­si­cas, esa se­xua­li­dad des­car­na­da de to­da hu­ma­ni­dad, sino tam­bién la re­crea­ción de si­nies­tros am­bien­tes na­tu­ra­les que re­fuer­zan el ago­bian­te rit­mo par­si­mo­nio­so de es­ta obra maes­tra. La vio­len­cia que des­ata en es­ta oca­sión es su­til, mu­cho más os­cu­ra que la me­ra vio­len­cia fí­si­ca, es la vio­len­cia emo­cio­nal que la mu­jer de la pos­tra­da oru­ga des­car­ga en ca­da uno de sus co­men­ta­rios; en ca­da una de sus miradas.

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  • apuntes sobre la belleza

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    Para quien quie­ra ver más allá es ob­vio que la be­lle­za tie­ne in­nu­me­ra­bles for­mas, a ve­ces es­tas for­mas se re­tuer­cen y mez­clan en­tre si pa­ra dar for­ma a un nue­vo ti­po de be­lle­za. Tenemos aquí un ejem­plo en la obra de Suehiro Maruo y en un re­gis­tro li­ge­ra­men­te di­fe­ren­te al su­yo ha­bi­tual en La Extraña Historia de la Isla Panorama.

    Esta obra, adap­ta­ción de una obra de Edogawa Rampo, nos na­rra co­mo un es­cri­tor po­bre y so­ña­dor es­cri­be so­bre su pa­raí­so ideal el cual ve la po­si­bi­li­dad de cons­truir cuan­do un an­ti­guo com­pa­ñe­ro de su in­fan­cia y ri­co mag­na­te, idén­ti­co en as­pec­to a el, mue­re sú­bi­ta­men­te. Con la de­ter­mi­na­ción de ha­cer­se pa­sar por el la his­to­ria nos na­rra la crea­ción de es­te pa­raí­so lla­ma­do Isla Panorama.

    En con­tra de otras obras del au­tor, aquí la vio­len­cia ape­nas ha­ce ac­to de pre­sen­cia. Todo lo que per­fi­la es har­mo­nio­so gra­cias a unos fi­nos tra­zos mar­ca del au­tor, la in­quie­tud sur­ge en lo per­fec­to de la mis­ma is­la, una is­la si­mé­tri­ca que jue­ga con la pers­pec­ti­va y que des­de lo más al­to se ha­ce ver co­mo una flor. Junto a es­to en­con­tra­mos flo­ra y fau­na exó­ti­ca, re­crea­cio­nes de es­cul­tu­ras, edi­fi­cios y pa­sa­jes po­si­bles e im­po­si­bles de to­dos los tiem­pos y los más be­llos nú­bi­les y nin­fas pa­ra con­for­mar el pa­raí­so en la tie­rra. En es­ta oca­sión so­lo lo exó­ti­co y la de­pra­va­ción de un de­seo hu­mano des­ata­do es el te­rror que ani­da en la obra de Maruo. Un pa­raí­so de be­lle­za, ero­tis­mo y to­da cla­se de excesos.

    Finalmente, en­tre to­da la be­lle­za, en­con­tra­mos una re­crea­ción de La Isla de los Muertos de Böcklin en una llu­via de san­gre. Ya que el pa­raí­so no es pa­ra los mor­ta­les su des­tino ul­ti­mo es la re­den­ción, pues quien quie­ra vi­vir en el pa­raí­so an­tes ha­brá de em­pa­par el sue­lo ba­jo sus pies con su sangre.