Esta entrada apareció originalmente el 25 de Diciembre de 2011 en la revista de crítica musical ngo siendo corregida especialmente para la ocasión.
Es un hecho fácilmente constatable que la relación que sostenemos con la música ha ido cambiando de una manera notoria a lo largo del tiempo. Lo sorprendente de esto sería como tales cambios se han ido produciendo de un modo cada vez más acelerado; mientras lo común era que los cambios en las formas de la apreciación musical se dieran con una diferencia de décadas o siglos ‑cambios que, por otra parte, saltan a la vista de puro evidentes por su condición de distancia histórica a analizar- actualmente se producen en apenas breves saltos que podrían inscribirse incluso en el transcurso de años. Es por ello que, aunque nos pueda parecer absurdo, en los 10’s ya no se escucha música como en los 00’s y no es ni remotamente parecido a como se hacía en los 90’s haciendo, en el proceso, de los 70’s o los 80’s poco menos que el paleolítico; nuestra apreciación de la música ha ido cambiando de un modo notorio por los cambios (co)sustanciales que ha producido la técnica en favor de la reproducción musical, pero jamás sin abandonar la propia materialidad del acto musical. Y es que si algo se ha mostrado incólume en la música con el paso de los años, si es que no se ha reforzado, en esta suerte de darwinismo de tecnificación es, precisamente, la actitud esnob con respecto de la música.
Nuestro viaje podría comenzar en algún punto indeterminado del pasado donde en algún elegante salón europeo un pianista está tocando una fabulosa sonata. Nadie lo había oído antes, seguramente nadie lo oirá después, pero cuantos están allí ‑e, incluso, una infinidad de cuantos no estuvieron- hablarán auténticas delicias sobre la maravilla de ese joven compositor que se hará con el mundo a sus pies: ahí nació el esnobismo; la condición de ritualidad exclusiva, de comunión con un grupo cerrado de íntimos que aprecian como nosotros, y nadie más, esa música. Aquí estamos hablando de una condición eminentemente material, pues este esnobismo nace de la imposibilidad de que nadie más pueda oírlo, ya que, a fin de cuentas, sólo en la propia asistencia al concierto se puede apreciar la música. La imprenta, como en todos los ámbitos, revolucionaría esta realidad: desde el momento que las partituras van aquí y allá el valor de la música, de la comunión musical última, se devalúa ya que cualquiera puede escuchar la música de ese joven descastado con una técnica envidiable. Aquí nace una segunda condición del esnob que permanecerá de un modo bastante completo, aun cuando intermitente, hasta nuestros días: la exclusividad de la fuente original. Quizás cualquiera pueda escuchar una pieza de Mozart ‑inclusos esos indolentes pueblerinos, ¡necios de oídos de tocino!- pero pocos pueden escuchar a Mozart; esa exclusividad del original define, durante casi medio milenio, la comunión esotérica entre los esnobs.