Etiqueta: fascismo

  • BushxHYDRA. O cuando democracia y fascismo se cruzan

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    Creo que es­ta­mos en un ca­mino irre­ver­si­ble ha­cia más li­ber­tad y de­mo­cra­cia. Pero las co­sas pue­den cambiar

    George W. Bush

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  • Movimientos (totales) en el arte mínimo (II)

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    The Punisher: Dirty Laundry
    Phil Joanou
    2013

    The Punisher es un per­so­na­je equí­vo­co por de­fi­ni­ción, por no­men­cla­tu­ra, en tan­to sig­ni­fi­ca al­go que no es: cas­ti­ga­dor. Todo cas­ti­go su­po­ne la re­pa­ra­ción de un da­ño co­me­ti­do en pos del apren­di­za­je de aquel que co­me­te el da­ño, por tan­to só­lo es cas­ti­go aque­llo que tie­ne una uti­li­dad edi­fi­can­te; cuan­do ex­ce­de esas cua­li­da­des, es otra co­sa: un pa­dre pro­pi­nan­do una pa­li­za a su hi­jo es mal­tra­to, co­mo un es­ta­do man­dan­do a la si­lla eléc­tri­ca a un de­lin­cuen­te es eje­cu­ción. No hay cas­ti­go cuan­do no se co­rres­pon­de con la po­si­bi­li­dad de con­trac­ción. Cuando The Punisher po­ne un ar­ma en la ca­be­za de al­guien, cuan­do ja­la el ga­ti­llo, cuan­do es­par­ce sus se­sos so­bre la pa­red más pró­xi­ma, im­pi­de cual­quier for­ma de apren­di­za­je que és­te pu­die­ra dis­po­ne a tra­vés del cas­ti­go. The Punisher tie­ne un nom­bre mal es­co­gi­do, ya que en reali­dad su fun­ción es co­mo The Avenger.

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  • Luces lejanas que iluminan nuestra cercanía. Sobre «Estrella distante» de Roberto Bolaño

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    «¿Qué es­tre­lla cae sin que na­die la vea?»
    William Faulkner

    La es­tre­lla es un acon­te­ci­mien­to ale­ja­do del tiem­po por de­fi­ni­ción, al me­nos en tan­to ale­ja­da del es­pa­cio. Aunque las más bri­llan­tes pa­re­cen vi­vir una eter­ni­dad, del mis­mo mo­do que se­gún su in­ten­si­dad las cree­mos más pró­xi­ma: las es­tre­llas que más bri­llan son las que pa­re­cen nos acom­pa­ña­rán siem­pre, son és­tas las que an­tes se con­su­men. Del mis­mo mo­do, la pro­xi­mi­dad de las es­tre­llas es siem­pre una fic­ción, ya que ape­nas sí ve­mos des­te­llos muer­tos; la ma­yor par­te de nues­tro cie­lo noc­turno es un ce­men­te­rio de otro tiem­po y es­pa­cio, de otro lu­gar ol­vi­da­do, que nie­ga por sí mis­mo cual­quier con­cep­ción que po­da­mos te­ner so­bre la fí­si­ca de la exis­ten­cia. Las es­tre­llas que hoy na­cen o vi­ven tar­da­rán dé­ca­das o si­glos en lle­gar, lo que nos lle­ga es la luz de las es­tre­llas más pró­xi­mas o más muer­tas. Quizás por eso el ar­te, co­mo la his­to­ria, sea el mo­men­to de las es­tre­llas. No exis­te tiem­po. Aquello que ve­mos ya ha­ce tiem­po que es­tá muer­to. Por eso en el tiem­po lo úni­co que nos que­da es la luz de una es­tre­lla dis­tan­te que se re­pi­te una y otra vez en el universo.

    Entender Estrella dis­tan­te pa­sa por ha­cer­lo con sus es­tre­llas. Cualquier in­ten­to de apro­xi­mar­se a la no­ve­la re­nun­cian­do a pen­sar de for­ma me­tó­di­ca la fi­gu­ra de Carlos Wieder —aquí la eti­mo­lo­gía es im­por­tan­te: Carlos de Nuevo o, en in­ter­pre­ta­ción me­jor ajus­ta­da al tex­to, Carlos Una y Otra Vez—, en­ten­di­mien­to que pa­sa por co­no­cer La li­te­ra­tu­ra na­zi en América: no es só­lo que la his­to­ria sea una re­pe­ti­ción de la allí con­te­ni­da, sino que tam­bién ex­pan­de los acon­te­ci­mien­tos que que­da­ron des­di­bu­ja­dos en fa­vor de una sín­te­sis ma­yor. Wieder es tan­to una cons­tan­te en la vi­da del na­rra­dor, Arturo Belanoal­ter ego de Roberto Bolaño—, co­mo una cons­tan­te en la vi­da de Chile, al ser la de­mos­tra­ción de co­mo la his­to­ria del país es un eterno re­torno de lo mis­mo: la vio­len­cia, el caos, el sin­sen­ti­do; tam­bién la poe­sía y la bús­que­da de jus­ti­cia, na­ci­das de lo más oscuro.

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  • el honor pasa por constituírse en los flujos del estratega

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    Un pro­ble­ma co­mún del mar­xis­mo en par­ti­cu­lar, pe­ro de ca­si to­da co­rrien­te de la iz­quier­da en ge­ne­ral, es su ac­ti­tud com­ba­ti­va cie­ga: des­cui­dan cual­quier no­ción de ló­gi­ca an­te el com­ba­te; elu­den la ne­ce­si­dad de no com­ba­tir siem­pre. Como cual­quier buen es­tra­te­ga sa­be, al me­nos des­de Sun Tzu, no to­da ba­ta­lla pue­de ser ga­na­da ‑de un mo­do equi­va­len­te a que no to­do co­no­ci­mien­to pue­de ser co­no­ci­do; en oca­sio­nes se de­be re­nun­ciar a uno me­nor por uno ma­yor, o dos son mu­tua­men­te ex­clu­yen­tes aun­que válidos- y es­tas se ga­nan in­clu­so an­tes de po­ner un só­lo píe en el cam­po. Es por eso que se ha­ce ne­ce­sa­rio men­ta­li­zar­se de que, en pri­me­ra ins­tan­cia, no po­de­mos ga­nar to­dos los com­ba­tes y, en con­se­cuen­cia, en oca­sio­nes hay que sa­ber ha­cer­se ele­gan­te­men­te a un la­do y brin­dar nues­tro apo­yo al “ri­val”. ¿Pero por qué ha­cer es­to si va con­tra cual­quier no­ción de lu­cha de cla­ses, al me­nos apa­ren­te­men­te? Porque no vi­vi­mos en una reali­dad idí­li­ca don­de El Bien y El Mal ‑lo que es­tá bien y lo que es­tá mal, si que­re­mos ser mo­ral­men­te exactos- es­té ar­ti­cu­la­do en reali­da­des ob­je­ti­vas inaprensibles. 

    En és­te sen­ti­do Detective Dee y el Fantasma de Fuego, una adap­ta­ción de las po­pu­la­res no­ve­las de Robert van Gulik, es ca­si un pa­ra­dig­ma de es­ta lu­cha más sus­ten­ta­da en un ho­nor que en va­cías ca­te­go­rías mo­ra­les aje­nas al mun­do. Cuando al­gu­nos de los sir­vien­tes más lea­les de la pró­xi­ma­men­te co­ro­na­da em­pe­ra­triz Wu Zetian co­mien­zan a mo­rir in­ci­ne­ra­dos en cir­cuns­tan­cias inau­di­tas de­ben en­con­trar un mo­do de pa­rar es­tar muer­tes y evi­tar el más que pro­ba­ble ase­si­na­to po­lí­ti­co que se da­rá an­tes de su co­ro­na­cion, pe­ro só­lo hay una per­so­na que pue­da ha­cer­lo: el in­fa­me Detective Dee. 

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