Etiqueta: Halloween

  • Tres dimorfismos. Apuntes sobre lo carnavalesco en cali≠gari

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    1. Sakurai, Ao. Músico, di­se­ña­dor grá­fi­co y tra­ves­tí ja­po­nés, es par­ti­cu­lar­men­te co­no­ci­do por ser el lí­der y gui­ta­rris­ta del gru­po de cul­to de visual-kei cali≠gari. Como fun­da­dor del es­pa­cio ero-guro en lo mu­si­cal, he­re­da­do des­de la cons­cien­cia pro­pia del ero­tis­mo car­na­va­les­co pro­pio del gé­ne­ro, lle­va­ría és­te has­ta sus más abe­rran­tes con­se­cuen­cias es­té­ti­cas en sus ac­tos pú­bli­cos: su di­mor­fis­mo se nos pre­sen­ta en un sim­bo­lis­mo in­cog­nos­ci­ble; la can­ti­dad de san­gre ar­ti­fi­cial que lu­cía só­lo eran com­pa­ra­bles con la can­ti­dad de la­ca ne­ce­sa­ria pa­ra man­te­ner sus tan hor­te­ras co­mo im­po­si­bles pei­na­dos. He ahí la in­vio­la­bi­li­dad de su tra­ves­tis­mo. La asun­ción de una for­ma pre­ten­di­da­men­te equí­vo­ca, al me­nos se­gún la nor­ma­ti­vi­dad so­cial, es la con­se­cu­ción del di­se­ño del pen­sa­mien­to eró­ti­co gro­tes­co so­bre el pro­pio cuer­po: aque­llo que se nos pre­sen­ta en las ideas, ema­na en él has­ta co­brar una for­ma fí­si­ca cohe­ren­te con las mis­mas. Su au­ten­ti­ci­dad de­vie­ne de su pre­sen­cia po­li­mor­fa, errá­ti­ca, ca­ren­te de una or­ga­ni­za­ción estática.

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  • No hay nada más oscura que el final pretérito del mundo

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    Incluso la fies­ta in­fi­ni­ta de­be co­no­cer fin, por­que el in­fi­ni­to de to­da pro­pues­ta par­te del he­cho de la cons­cien­cia de su re­pe­ti­ción. Este es­pe­cial de Halloween a si­do par­ti­cu­lar­men­te es­plen­do­ro­so, tre­men­do y bru­tal, gra­cias de for­ma par­ti­cu­lar a unas co­la­bo­ra­cio­nes que han es­ta­do ra­yano con la más ab­so­lu­ta de las ge­nia­li­da­des —y en al­gu­nos ca­sos, que ca­da cual ten­drá que de­ci­dir cua­les son, in­clu­so la su­pe­ran. Por eso es tris­te des­pe­dir tan be­llo acon­te­ci­mien­to, al­go que nos ha en­se­ña­do y he­cho cre­cer en el te­rror has­ta el pun­to de ne­ce­si­tar alar­gar­lo más pa­ra po­der con­te­ner to­do lo que acon­te­ció en­ton­ces, pe­ro no que­da más re­me­dio que ce­rrar la puer­ta de es­ta ca­sa de los ho­rro­res has­ta el año que vie­ne. La fi­ni­tud ex­pec­tan­te de nues­tra exis­ten­cia se apli­ca, del mis­mo mo­do, a lo que po­de­mos ha­cer y, pa­ra no ago­tar­lo de­fi­ni­ti­va­men­te, se­rá me­jor des­can­sar el te­rror co­mún ba­jo nues­tras ca­be­zas has­ta la pró­xi­ma evo­ca­ción del in­fi­ni­to, has­ta la pró­xi­ma con­fa­bu­la­ción sa­gra­da, has­ta la pró­xi­ma fiesta.

    Índice de Halloween.

    El len­gua­je es la ca­sa del ser (in­clu­so cuan­do és­ta es­tá en­can­ta­da) (Sobre Killer, de Salem)
    La cul­tu­ra es el ar­te que se ex­pan­de a tra­vés del en­ci­clo­pe­dis­mo po­pu­lar (Sobre Cabin in the Woods, de Drew Goddard se­gún Henrique Lage)
    Cada cli­ma se pien­sa a sí mis­mo en sus con­di­cio­nes de des­truc­ción (Sobre Déjame en­trar, de John Ajvide Lindqvist)
    Caramelo en­ve­ne­na­do. La au­tén­ti­ca his­to­ria del hom­bre que arrui­nó Halloween (La his­to­ria de Ronald Clark O’Bryan por Noel Burgundy)
    La mú­si­ca es la ci­ru­gía sónico-cerebral que se apro­pia del sen­ti­do del mun­do (Sobre steel­ton­gued, de Hecq)
    La ne­ga­ción de la du­da. La pe­sa­di­lla co­mo el mie­do más real a ima­gi­nar (Una re­fle­xión so­bre las y sus pe­sa­di­llas se­gún Jim Thin)
    El apo­ca­lip­sis se da en la ce­rra­zón del de­seo. Tres za­ra­ban­das, una pro­fe­cía y una te­sis au­sen­te (Sobre Treehouse of Horror XXIII, de Los Simpson)
    El de­seo es­tan­ca­do es el mons­truo­so en­gra­na­je del te­rror (Sobre Livide, de Alexandre Bustillo y Julien Maury se­gún Rak Zombie)
    La du­da ab­so­lu­ta es aque­lla que só­lo es­con­de el va­cío de­trás de sus ves­ti­dos (Sobre Love Sick Dead, de Junji Ito)
    Minuto terro-publicitario. O por qué acu­dir a la lla­ma­da de un ami­go cuan­do te ne­ce­si­ta (Anuncio de co­la­bo­ra­ción en el blog)
    La co­mo­di­dad va­cía es la sa­la de es­pe­ra de la pul­sión de muer­te (Sobre Time to Dance, de The Shoes y Daniel Wolfe se­gún Pantalla Partida)
    La ex­pe­rien­cia in­te­rior se da en el in­tro­du­cir al dios ex­te­rior en mi mun­do (Sobre Marebito, de Takashi Shimizu)
    ¿Qué pa­só con Halloween? Todo cam­bia pa­ra que to­do si­ga igual (Tira có­mi­ca de Mikelodigas)
    Un mon­tón de ho­jas muer­tas. Un te­rro­rí­fi­co cuen­to de oto­ño. (Un cuen­to de Andrés Abel)

    Índice de Halloween-Zombie.

    La ca­sa de los 1001 ca­dá­ve­res. Un os­cu­ro epí­lo­go de Xabier Cortés
    To all tomorrow’s par­ties. Una lec­tu­ra crí­ti­ca de Nacho Vigalondo
    Proyecciones pa­ter­nas en Halloween. Un es­bo­zo de ge­nea­lo­gía de Álvaro Arbonés

  • Proyecciones paternas en Halloween. Un esbozo de genealogía de Álvaro Arbonés

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    No hay dos sin tres y co­mo con­si­de­ra­ría que se­ría una fal­ta gra­ve que no apa­re­cie­ra por aquí Halloween, por otra par­te una de mis pe­lí­cu­las fa­vo­ri­tas de to­dos los tiem­pos, me veo en la ne­ce­si­dad de ce­rrar es­ta im­pro­vi­sa­da in ex­tre­mis tri­lo­gía de la vi­ven­cia exis­ten­cial a tra­vés de Rob Zombie con una alo­ca­da teo­ría más es­bo­za­da que con­clui­da pa­ra ce­rrar el es­pe­cial de Halloween. Porque, ¿quién soy yo pa­ra no de­jar­me arras­trar por el amo­ro­so im­pul­so de to­dos aque­llos que han apo­ya­do es­te es­pe­cial desinteresadamente?

    Si tu­vié­ra­mos que ha­cer una ge­nea­lo­gía del Halloween de Rob Zombie ba­sán­do­nos ya no en lo que nos cuen­ta la his­to­ria en sí, ya que ese ni­vel es­tá ne­ce­sa­ria­men­te ata­do a la ori­gi­nal de John Carpenter, pe­ro tam­bién al prin­ci­pio de gé­ne­ro que lo cir­cuns­cri­be al pe­so ra­di­cal de la re­la­ción slasher-fi­nal girl, en­ton­ces po­dría­mos di­lu­ci­dar que lo que nos cuen­ta en un sen­ti­do úl­ti­mo es úni­ca­men­te la his­to­ria de la bús­que­da de una fi­gu­ra pa­ter­na per­di­da. Lo que ocu­rre du­ran­te la pe­lí­cu­la, en am­bas par­tes de la sa­ga, es el des­con­trol de Michael Myers por ver­se per­di­do de to­da re­la­ción fa­mi­liar: pri­me­ro, se ve aban­do­na­do por su ma­dre pa­ra, des­pués, ver co­mo su pa­dre se des­en­tien­de com­ple­ta­men­te de él —por­que, aun cuan­do no su pa­dre, el Dr. Loomis se pro­yec­ta en la vi­da de Myers co­mo una fi­gu­ra pa­ter­na: él es quien le en­se­ña a ser adul­to pe­ro tam­bién, en un sen­ti­do psi­co­ana­lí­ti­co, el cas­tra­dor que le arre­ba­ta la fi­gu­ra del de­seo que su­po­ne su ma­dre (y en nin­gún ca­so es ca­sual la lec­tu­ra psi­co­ana­lí­ti­ca en es­te ca­so, pues Zombie ha­rá un uso en­fá­ti­co de Jüng en la se­gun­da en­tre­ga de la se­rie. La his­to­ria de Myers no es la his­to­ria de un ase­sino, es la his­to­ria de un ni­ño abandonado.

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  • La casa de los 1001 cadáveres. Un oscuro epílogo de Xabier Cortés

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    Halloween no aca­ba nun­ca, y por ello aun­que ha­ya lle­ga­do a su fin no­so­tros se­gui­mos ali­men­tán­do­lo. ¿Se pre­gun­tan que fue de la se­gun­da par­te del es­pe­cial, aque­lla en la que ha­bla­ría­mos de Rob Zombie to­dos en co­mu­ni­dad? Ya sa­ben que pa­só: us­te­des no acu­die­ron a la lla­ma­da y por ello se can­ce­ló; no ha­bía na­da que mos­trar, ¿pa­ra qué dar ex­pli­ca­cio­nes? Pero hu­bo una per­so­na, só­lo una per­so­na, que sí con­tes­tó y, por ello, se me­re­ce la ex­pli­ca­ción y el mi­nu­to de glo­ria que no pue­do pro­por­cio­nar­le pe­ro sí in­ten­ta­ré dar­le. Va por ti, Dulcemorgue.

    Mis pa­sos de­vo­ran el pol­vo­rien­to y si­nuo­so ca­mino ha­cia la des­ven­ci­ja­da ca­sa de Otis y sus hues­tes. Otra vi­si­ta más. Expectante por el ma­ca­bro show cu­yos de­ta­lles es­ta­rán aho­ra mis­mo ul­ti­man­do. Ya sien­to mi res­pi­ra­ción ace­le­ra­da y no si­quie­ra soy ca­paz de ver la ca­sa. El olor —siem­pre co­men­tá­ba­mos que el olor de­la­ta­ría los jue­gue­ci­tos de esa jo­di­da fa­mi­lia— el olor es­pe­so lo po­see to­do en es­te pa­ra­je. El olor a muer­te es evi­den­te y se con­vier­te en em­bria­ga­dor se­gún nos va­mos aden­tran­do más y más en los te­rre­nos de la fa­mi­lia. Ahí es­tán, es­pe­ran­do en la puer­ta. Parece que soy de los úl­ti­mos en lle­gar, veo ca­ras co­no­ci­das de otros años. Estoy se­dien­to y aquí apa­re­ce Baby ofre­cién­do­me al­gún du­do­so bre­ba­je, a sa­ber qué ha­brá es­ta­do ha­cien­do con él, mal­di­ta ninfómana.

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  • Un montón de hojas muertas. Un terrorífico cuento de otoño.

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    A lo lar­go de es­te año he pu­bli­ca­do un re­la­to de am­bien­ta­ción ve­ra­nie­ga («Ice Cream Juggernaut») y otro de cor­te in­ver­nal (nun­ca me­jor di­cho; «Snowflake Massacre»), y muy pron­to sal­drá a la luz un ter­ce­ro ins­pi­ra­do en los en­can­tos de la pri­ma­ve­ra («Bloodroot»), to­dos co­mo par­te de una se­rie de an­to­lo­gías or­ques­ta­das por la edi­to­rial ame­ri­ca­na Static Movement. Por des­gra­cia, la com­pi­la­ción co­rres­pon­dien­te a mi es­ta­ción fa­vo­ri­ta del año ya es­ta­ba ce­rra­da cuan­do em­pe­cé a tra­ba­jar con ellos, así que la te­tra­lo­gía es­ta­ba in­com­ple­ta… has­ta aho­ra. La pro­pues­ta de Álvaro pa­ra que par­ti­ci­pa­se en su ya clá­si­co es­pe­cial de Halloween me pa­re­ció la ex­cu­sa per­fec­ta pa­ra es­cri­bir ese cuar­to re­la­to. Y aquí es­tá. Mi cuen­to de otoño.

    UN MONTÓN DE HOJAS MUERTAS
    por Andrés Abel

    Memory heaps dead lea­ves on corpse-like deeds,
    from un­der which they do but va­guely of­fend the sense.
    John Galsworthy, The Forsyte Saga

    El cie­lo era ro­sa, una ver­sión edul­co­ra­da del cre­púscu­lo que en aque­lla épo­ca so­lía acom­pa­ñar­lo de ca­sa al tra­ba­jo, ha­cién­do­le sen­tir tan pe­que­ño co­mo un ni­ño lle­va­do a ras­tras por un adul­to. Aquella tar­de la bó­ve­da gra­na­te de los úl­ti­mos días ha­bía de­ci­di­do tra­ves­tir­se en al­go­dón de azú­car, in­vir­tien­do los pa­pe­les de la ce­le­bra­ción que to­ma­ría las ca­lles tan pron­to co­mo el sol ter­mi­na­ra de po­ner­se: en­ton­ces se­rían los ni­ños quie­nes se trans­fi­gu­ra­sen, y quie­nes ti­ra­rían ex­ci­ta­dos de las ma­nos de sus acom­pa­ñan­tes. En cual­quier ca­so, él ya no era un ni­ño, ni te­nía nin­guno a su car­go, y sa­bía que aque­lla no­che no se­ría pa­ra él dis­tin­ta de la an­te­rior o la siguiente.

    («¡Uac, uac!», gri­tó un cuer­vo des­de los árboles).

    Le lle­va­ba ca­si me­dia ho­ra atra­ve­sar el pa­seo de la ala­me­da has­ta la fac­to­ría de la Silver Shamrock, pe­ro se ale­gra­ba de po­der ir ca­mi­nan­do, ha­cien­do cru­jir el sue­lo ba­jo sus bo­tas de fae­na. Las ho­jas se­cas cu­brían su ace­ra y la de en­fren­te, a su iz­quier­da, y has­ta los már­ge­nes de la ca­rre­te­ra que se pro­lon­ga­ba en­tre am­bas, co­mo una in­men­sa vi­ga gris co­rroí­da por la he­rrum­bre de oc­tu­bre. No so­pla­ba ni una briz­na de vien­to, ni cir­cu­la­ba nin­gún vehícu­lo que tur­ba­ra la quie­tud de las ho­jas caí­das. La su­ya era la úni­ca res­pi­ra­ción que re­mo­vía el ai­re del paseo.

    (La úni­ca res­pi­ra­ción humana).

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