Etiqueta: lobo

  • El lobo que habita su propia trampa está cegado por la ceniza en los ojos

    null

    Ceniza en los ojos, de Jean Forton

    Según la bri­llan­te Hannah Arendt ha­bía una vez un zo­rro tan po­co zo­rro, pe­ro no por ello es­tú­pi­do, que caía siem­pre en to­da tram­pa que se po­nía an­te sí. Éste, har­to de de­jar­se la piel en­tre los afi­la­dos plie­gues de to­dos aque­llos lu­ga­res que creía se­gu­ros, de­ci­dió un día crear­se su pro­pia ma­dri­gue­ra don­de pu­die­ra vi­vir le­jos de la in­cer­ti­dum­bre de la cen­te­lla­da cons­tan­te del mun­do. Pero él, que era cie­go en sus vi­ci­si­tu­des, fa­bri­có un ho­gar que no era más que una tram­pa pa­ra zo­rros en la cual él se sen­tía có­mo­do; na­da ha­bía co­no­ci­do sal­vo las tram­pas, por eso su ho­gar era el lu­gar don­de se la­ce­ra la car­ne de los de su es­pe­cie. Este zo­rro, Martin Heidegger, vi­vió muy bien en esa tram­pa que se cons­tru­yó a me­di­da pe­ro que re­sul­to ser un ce­po bru­tal que des­ga­rra­ría las ba­ses on­to­ló­gi­cas de la fi­lo­so­fía occidental.

    Por su­pues­to no to­dos los zo­rros son Heidegger, ni si­quie­ra se pa­re­cen a él, pe­ro de lo que no de­be ca­ber­nos du­da es que no fue el úni­co que no dis­tin­guió nun­ca la tram­pa de su ho­gar. No de­be­ría sor­pren­der­nos que el in­no­mi­na­do zo­rro pro­ta­go­nis­ta de Ceniza en los ojos ‑una suer­te de Houellebecq wan­na­be de me­dia­dos del si­glo pasado- nos en­se­ñe una vez tras otra su tram­pa, or­gu­llo­so y al­ti­vo, sin dar­se cuen­ta que san­gra cons­tan­te­men­te con la car­ne he­cha ji­ro­nes no por­que el mun­do sea cruel e in­dó­mi­to, sino por­que es in­ca­paz de dis­tin­guir el es­pa­cio de la tram­pa; pa­ra es­tos zo­rros, to­da tram­pa es el mun­do en sí mis­mo. Es por eso que es­ta cla­se de zo­rros se de­jan la piel, com­ple­ta­men­te des­qui­cia­dos, vien­do co­mo len­ta­men­te el mun­do va des­tru­yén­do­los an­te sus ojos de vi­trio­lo que no son ca­pa­ces de in­fe­rir que las fi­lo­sas púas de la tram­pa es lo que es­tá des­cuar­ti­zan­do su exis­ten­cia. Ellos vuel­ven apa­sio­na­dos, sin nin­gún ru­bor y con cier­ta en­can­ta­do­ra ne­ce­dad, pa­ra se­guir sien­do des­trui­dos de la for­ma más pro­sai­ca inima­gi­na­ble: por la mio­pía que les im­pi­de dis­tin­guir cuan­to acon­te­ce en di­ver­gen­cia en el mun­do. Por ello ha­cen de las tram­pas sus ho­ga­res, pues no pue­den con­ce­bir que más acá de la tram­pa ha­ya un mun­do por explorar.

    (más…)

  • La guerra es la enajenación de la capacidad de muerte del hombre

    null

    Enemy Ace, de Andrew Helfer

    La gue­rra es el peor in­ven­to que ha he­cho nun­ca el hom­bre. Esto, que no de­ja de ser una ob­vie­dad, ha si­do pues­to en cues­tión una y otra vez a lo lar­go de la his­to­ria por hom­bres que no les im­por­ta­ba ver mo­rir a can­ti­da­des in­gen­tes de hom­bres, de per­so­nas, en el fren­te con tal de cap­tar un pe­da­zo más de tie­rra pa­ra sí o, más ge­ne­ral­men­te, to­do lo que con­tie­ne de va­lor ese pe­da­zo de tie­rra. O, en los ca­sos más gro­tes­cos de la con­tem­po­ra­nei­dad, pa­ra po­der ven­der­se a sí mis­mos las ar­mas y po­der re-activar una eco­no­mía na­cio­nal pa­ra­li­za­da. Al cos­te de la san­gre de sus hi­jos. Los hom­bres mue­ren en el fan­go por pseudo-ideales que sue­nan bo­ni­tos -¿quien no se­ría ca­paz de mo­rir por La Nación?¿Y por La Historia?- pe­ro que no es­con­den más que el va­cia­mien­to ideo­ló­gi­co del que se mue­ve por el pu­ro in­te­rés que sus­ci­ta la gue­rra; pa­ra que fue­ra jus­ta la gue­rra no de­be­ría ser la lu­cha de quie­nes son re­clu­ta­dos pa­ra com­ba­tir, pa­ra re­ci­bir ór­de­nes de quien tie­nen pues­tos sus in­tere­ses en la mis­ma, de­be­rían lu­char es­tos por sí mis­mos o ha­cer par­tí­ci­pes a los sol­da­dos en su vic­to­ria. Como la idea de la pro­fe­sio­na­li­za­ción de los sol­da­dos es al­go más bien es­ca­so du­ran­te la his­to­ria y, aun cuan­do acon­te­ce, el be­ne­fi­cio que ob­tie­nen con res­pec­to de sus ries­gos es prác­ti­ca­men­te nu­lo, en­ton­ces de­be­ría­mos con­si­de­rar que la gue­rra es otra for­ma de ex­plo­ta­ción que des­hu­ma­ni­za al hom­bre. La gue­rra es el tra­ba­jo con­ti­nua­do por otros medios.

    ¿Acaso po­de­mos de­cir que ve es­to Andrew Helfer en su ca­rac­te­ri­za­ción de la gue­rra? No. Él só­lo ve cruen­tas ba­ta­llas don­de jó­ve­nes mue­ren en­tre to­ne­la­das de me­tal re­tor­ci­do, don­de hom­bres ca­ba­les se vuel­ven lo­cos pa­ra el res­to de su vi­da sien­do in­ca­pa­ces otra vez de ser ani­ma­les so­cia­les; Helfer ve en la gue­rra só­lo aque­llo que quie­re ver, el te­rror a pa­gar por vi­vir en un mun­do li­bre. El dis­cur­so re­cur­si­vo, llo­ri­ca e in­ce­san­te en su sen­ti­men­ta­lis­mo: era­mos jó­ve­nes, re­ci­bía­mos ór­de­nes, vi mo­rir a mis ami­gos, tu­ve que ma­tar a otros hom­bres; tra­ge­dia, do­lor y muer­te. Más de lo mis­mo, só­lo que aho­ra más bo­ni­to. ¿Para qué ha­cer al­go si no es na­da nue­vo ‑y, de he­cho, ¿pa­ra qué ha­blar de ello si de he­cho no se pue­de con­tar na­da nue­vo? Porque en oca­sio­nes, in­clu­so en los dis­cur­sos más ma­ni­dos y reite­ra­ti­vos, se con­si­guen plas­mar ideas su­brep­ti­cias que so­ca­van mu­cho más los ci­mien­tos de lo que cri­ti­can que su ar­gu­men­ta­rio principal.

    (más…)