Enemy Ace, de Andrew Helfer
La guerra es el peor invento que ha hecho nunca el hombre. Esto, que no deja de ser una obviedad, ha sido puesto en cuestión una y otra vez a lo largo de la historia por hombres que no les importaba ver morir a cantidades ingentes de hombres, de personas, en el frente con tal de captar un pedazo más de tierra para sí o, más generalmente, todo lo que contiene de valor ese pedazo de tierra. O, en los casos más grotescos de la contemporaneidad, para poder venderse a sí mismos las armas y poder re-activar una economía nacional paralizada. Al coste de la sangre de sus hijos. Los hombres mueren en el fango por pseudo-ideales que suenan bonitos -¿quien no sería capaz de morir por La Nación?¿Y por La Historia?- pero que no esconden más que el vaciamiento ideológico del que se mueve por el puro interés que suscita la guerra; para que fuera justa la guerra no debería ser la lucha de quienes son reclutados para combatir, para recibir órdenes de quien tienen puestos sus intereses en la misma, deberían luchar estos por sí mismos o hacer partícipes a los soldados en su victoria. Como la idea de la profesionalización de los soldados es algo más bien escaso durante la historia y, aun cuando acontece, el beneficio que obtienen con respecto de sus riesgos es prácticamente nulo, entonces deberíamos considerar que la guerra es otra forma de explotación que deshumaniza al hombre. La guerra es el trabajo continuado por otros medios.
¿Acaso podemos decir que ve esto Andrew Helfer en su caracterización de la guerra? No. Él sólo ve cruentas batallas donde jóvenes mueren entre toneladas de metal retorcido, donde hombres cabales se vuelven locos para el resto de su vida siendo incapaces otra vez de ser animales sociales; Helfer ve en la guerra sólo aquello que quiere ver, el terror a pagar por vivir en un mundo libre. El discurso recursivo, llorica e incesante en su sentimentalismo: eramos jóvenes, recibíamos órdenes, vi morir a mis amigos, tuve que matar a otros hombres; tragedia, dolor y muerte. Más de lo mismo, sólo que ahora más bonito. ¿Para qué hacer algo si no es nada nuevo ‑y, de hecho, ¿para qué hablar de ello si de hecho no se puede contar nada nuevo? Porque en ocasiones, incluso en los discursos más manidos y reiterativos, se consiguen plasmar ideas subrepticias que socavan mucho más los cimientos de lo que critican que su argumentario principal.
En el caso de Enemy Ace esto es especialmente interesante por la situación en la que nos coloca. El Barón Von Hammer, también conocido como el Barón Rojo, se refugia en soledad en un bosque cercano a la base militar para poder pensar ante la turbación que le supone el asesinato indiscriminado de sus enemigos y, una vez allí, frecuenta relación amistosa con un lobo negro. Entre la nieve se miran y se escuchan como si fueran antiguos amigos, lo que deviene en un soliloquio del más famoso piloto de la primera guerra mundial en el que admite sentir envidia hacia su compañero: el lobo no sigue órdenes de nadie, mata por necesidad y no por capricho de quienes le ordenan. Ya en esta instancia podríamos leer como se nos sitúa el mito, el hombre que era un carnicero deseoso de sangre, hasta la posición de un humano temeroso de su propia condición, pero eso no es lo interesante, pues no deja de ser un muy manido recurso; lo que nos interesa es la elevación del lobo al papel de superior inmediato ontológicamente con respecto de él.
El lobo escucha, mira, es paciente y previsor, no ataca al Barón sino que se mantiene en una posición de equidistancia, de cierto respeto, que subrayará constantemente: es el honor de dos guerreros en juego, ninguno desea quebrarlo poniendo en juego su vida en el proceso. Por ello en toda la escena se nos muestra una simetría radical entre el lobo y el barón, entre la naturaleza y la cultura, en la cual ambos se comportan del mismo modo sólo que a través de los matices propios de sus propias condiciones; ambos son guerreros, ambos se rigen por el honor, pero cada uno de ellos está en un nivel diferente.
Sin embargo, al final, el lobo se va dándole la espalda mientras el barón practica un saludo militar en su dirección; ejerce un tratamiento de superior hacia el lobo. ¿Por qué? Porque, aun cuando aceptáramos que los humanos están por encima de los animales ‑cosa que, aunque se acepte de forma generalizada en la humanidad es falsa: todos somos objetos ónticos radicados en un mismo nivel existencial‑, el soldado está por definición vaciado de toda humanidad. El hombre, en tanto asume su posición como soldado, está asumiendo las mismas problemáticas que el trabajador al estar produciendo un trabajo alienado; el hombre es incapaz de reconocerse en su trabajo, en éste caso, en la muerte del prójimo, lo cual le lleva hacia no poder reconocerse en el hipotético triunfo de la guerra. El soldado no mata porque se sienta agraviado o porque deba defender su país, mata porque se le ha ordenado que mate, lo cual es una enajenación de su capacidad productora (de dar muerte) y, por tanto, un proceso a través del cual se enajena de sí mismo. El hombre se cosifica convirtiéndose en una cosa, que no en objeto, carente de cualquier clase de humanidad, fuera de las condiciones existenciales del mundo.
El lobo, por su parte, en tanto entidad aun natural, utiliza su fuerza productiva para cumplir sus necesidades: mata para comer y para defender su territorio, pero nunca porque otro lobo le ordene matar; el lobo no está enajenado de sí, sino que es lobo. He ahí la tragedia del soldado, que finalmente es la misma que la del obrero, es explotado siendo usado en el proceso como una cosa que carece de cualquier conexión con el mundo y, por tanto, no se puede reconocer a sí mismo en el impacto que produce en el mundo lo que conlleva su incapacidad de ser parte del mundo. Si el soldado no se reconoce en los procesos que realiza en el mundo, significa que tampoco se reconoce en un mundo que ahora le parece ajeno de sí mismo, un mundo que elude ser parte de él. Es por ello que la guerra es terrible, no porque muera gente innecesariamente en ella, sino porque alude incesantemente a la cosificación constante de la humanidad como meros peones de los intereses de los pocos beneficiarios de la guerra. La guerra supone al hombre lo mismo que el trabajo, la perdida constante de su realidad ontológica en el mundo.
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