Hablar de la escena emo de la Bay Area sonará, al menos a una mayoría no ilustrada en los recovecos propios de todo lo que implica realmente el sufijo -core, como algo de lo cual huir como de la peste bubónica. Eso, en el caso, de que siquiera supiera de que estamos hablando. En cualquier caso, es un supuesto lícito pensar en jóvenes de flequillos ladeados de lánguidas caritas que intentan seducir a jóvenes no menos ladeadas en languidez por su incapacidad social pero, aún pudiendo arrancarles de la decepción, o de que no haya servido de nada como introducción al horror si no sabían nada sobre ello, hoy hablaremos de lo que sucedía allí en los 90’s. En ésta época se articularía como un tiempo mítico donde hacer cierta clase de música, como es el caso del emo, suponía conjugar en un sólo punto los cuatro elementos que tienden articular como propios los esnobs musicales de más excluyente gusto: criterio estético, técnica impecable, capacidad de síntesis y personalidad.
Hablar de ciertos movimientos no sólo implica circunscribirse a los trabajos que firmarían un número específico de grupos que podríamos denominar como estándar —cosa que, aunque harto interesante, sería metodológicamente insuficiente — , sino también articular el discurso a partir de ciertas rara avis que se articularían como discurso ideal del género. Si bien lo común es necesario para entender los movimientos del tiempo, lo excepcional es lo que explica sus actos.